La escritora Victoria Ocampo
La escritora Victoria Ocampo
LIBROS

Victoria Ocampo, la mujer siglo

Las hermanas Ocampo fueron cinco. Nacidas todas en el seno de una aristocrática familia argentina, entre todas ellas sobresalieron dos: Silvina, escritora y mujer de Bioy Casares, y Victoria, de quien se acaba de publicar «Darse. Autobiografía y testimonios». Una figura irrepetible, intelectual y mujer de armas tomar

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Más allá de su importancia cultural o feminista, considerables, lo interesante de la obra de Ocampo es la realidad de su esfuerzo espiritual. El genio vivo de una obra que busca sentido. Autobiografía como conflicto: la que fue junto a la que quiso ser. Su aproximación a la literatura no es la de una «groupie», esto es un lamentable cliché.

Desde el inicio aparece la preocupación estilística. Dos son los enemigos: por abajo el lugar común, por arriba la afectación. La materia tratada es peligrosa; el recuerdo infantil, analiza, no lo elige el adulto, pero tampoco es del niño. Este intermedio, se diría, es la identidad. Brontë porteñas, las Ocampo son patricias, hijas del cogollo nacional. Ya está en la niña la devoción por la belleza («idolatría por las caras lindas»), la rebeldía femenina en la «vergüenza» obligatoria de la menstruación, y su «necesidad de compartir la indignación o el entusiasmo».

Ocampo vive lo literario de un modo «social» que se parece a la música. La música mejora sentida con los otros, en los otros.

El tenis y Chopin

Hay pequeñas maravillas en sus páginas infantiles. Su «marcado interés por lo comestible», su matonismo-niña («a mi primo Martinato tengo ganas de pegarlo todos los días»). Es un mundo en el que todos son primos o primos de primos, la influencia cosmopolita («Mercedes trajo a San Isidro dos innovaciones: el tenis y Chopin»), Inglaterra y Francia, sus dos lenguas institutrices. En las lindes del amor infantil, «paraíso verde» baudelairiano, ya surge el arpa rica en matices sentimentales de su francés.

Su infancia quizás finaliza a los dieciséis, cuando el inicio de su correspondencia con Delfina Bunge. Son textos deliciosos. A la vez siglo XIX y una ingenuidad moderna, chispeante. «Un poco de amistad para mí, Delfina […] Yo me encargo de querer por dos». La niña Ocampo habla de la velocidad en la sangre, tópico literario en Péguy o Cioran. «Siento que la sangre que corre por mis venas es más cálida, más rápida, que la de toda una nación». ¿Puede dudarse del genio de la muchacha? Comienza la pasión amorosa. Contrae un matrimonio equivocado, y se enamora de J., pasión adúltera.

Rechaza el dogma religioso, la estrechez moral, las convenciones. Pero lo hace hacia una espiritualidad literaria. Ella es «Madame» de Staël, Anna Karenina, Tristán e Isolda, la plena identificación artística. Hace suya la clasificación del amor de Stendhal y recorre sus escalas. Con Proust analiza la arqueología infantil de la ansiedad amorosa, y escribe sobre el asunto a Ortega, tratadista del amor. El deseo de ser madre la lleva a los sonetos de Shakespeare; los celos, al infierno de Dante.

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