En el Museo del Capitolio, Unamuno apunta en su cuaderno esta inscripción en la sala de los emperadores (Detalle)
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Unamuno, un turista en Roma

Adelantamos (con sus tachaduras originales) un extracto de los «Apuntes de un viaje por Francia, Italia y Suiza» (Oportet Editores). Es 13 de julio de 1889 y Unamuno está en la Ciudad Eterna, donde ve «mucho cura, mucho mármol, muchos dioses y muchas propinas»

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Esta mañana hemos ido al Campidoglio, es decir al Capitolio romano. Capitolio no decía nada a los romanos apostólicos e hicieron de ello «Campid’oglio», campo de aceite [...]. Aquí está la casa del Senador con su alta torre cuya campana anuncia la muerte del Carnaval, quiero decir el fin del papa, o mejor dicho las dos cosas, el fin del Carnaval y el del papa.

Sobre el Capitolio [«Capitolio», tachado en el original] Campidoglio se alza la iglesia de Ara Coeli, el espíritu franciscano sobre las ruinas de Roma romana.

Entramos a descansar en Ara Coeli. Tiene aspecto de templo de aldea y se ve que está hecho a la buena de Dios, recogiendo aquí y allí mendrugos: cada columna es de diferente estilo, grueso y altura.

Está llena de dorados y otras cosas que desdicen del espíritu franciscano. Estaba desierta y, como alzaba la voz el tío contando sucesos, un hermanito del pobrecito de Asís nos indicó que no turbáramos el sueño de los muertos y la soledad de los vivos. En una capilla, multitud de curiosos exvotos, más interesantes acaso que los frescos y mosaicos antiguos, tan toscos como ellos, lo cual prueba que la tosquedad en el arte más que signo de antigüedad es signo de religiosidad, es decir de espíritu popular. ¿Qué pensarán en el siglo XXX cuando contemplen estos cuadritos? No faltará quien los reproduzca y quien se rompa la cabeza descifrando sus jeroglíficos. Este, este es el verdadero arte religioso, no el de San Pietro; esto, los toscos mamarra [«mamarra», tachado en el original] monigotes de Ara Coeli que contemplan con desdén los curiosos y aún muchos fieles; en estos están encerradas lágrimas de madre, alegrías de hogar, fe pueril, no arrogancias de papas y apoteosis de artistas [...].

Fuimos a ver el Museo del Capitolio. En las escaleras, fragmentos del plano de Roma, cosa curiosísima, en mármol. Hoy hacemos los planos en tela o papel, niñerías y nada más. A lo más que nos corremos es a dar títulos en pergamino; pero ver aquel «senatus consultus» de la proclamación de Vespasiano en bronce, pesado, sólido, y pensar en el pueblo viejo, pueblo de bronce y piedra, es todo uno [...].

Al salir, el guarda que conservó nuestros bastones no quiso recibir propina. ¡Oh, rasgo digno de bronces y mármoles! Aquel héroe debe figurar en busto de mármol junto a los héroes antiguos para que vayan a contemplarle como un bicho raro, como contemplamos a Tito o Trajano, los guardias y empleados del Vaticano, admirando esa virtud olímpica, que acaso no sea más, comparado con la industria vaticanesca, que la soberbia de los an [«los an», tachado en el original»] Diógenes comparada con la humildad cristiana [...].

Cuando yo era muy chico bebí Roma en el abate Fleury y me pareció mucho mayor, más maciza, más sólida que hoy

Volví a contemplar, por última vez acaso, el Foro, en el fondo el Coliseo, por todas partes cúpulas; contemplándolo, el pedestal de Nerón, y allí abajo, caldeadas, las piedras que oyeron las ardientes « Catilinarias».

Voy al correo a ver si hay otra carta [...].

4.20 tarde

Esta noche volvemos a la ciudad del Dante. Voy con la cabeza llena de Roma, donde he visto mucho lujo, mucho cura, mucho fraile, mucho religioso de todas castas, mucho mármol, muchos bronces, muchos emperadores, muchos dioses y muchas propinas [...].

Cuando yo era muy chico bebí Roma en el abate Fleury y me pareció mucho mayor, más maciza, más sólida que hoy; la Roma de Fleury ha menguado o yo he crecido, o las dos cosas.

Este es un pueblo de hoy que lleva, como anillos al dedo y brazaletes al brazo, viejas piedras que le recuerden una juventud de que se ha olvidado. Dicen que[«Dicen que», tachado en el original] Los viejos cuando chochean vuelven a su niñez, pero a una niñez ajada y ridícula; solo le falta a Roma volver [«volver», tachado en el original] llegar a una república senil, con cónsules de oropel y senado de trapo. Mayores cosas se han visto y mayores se verán.

Cuando [«Cuando», tachado en el original] Leéis una palabra o una frase manuscrita con letra corrida y lo leéis muy bien, forma sentido; si recortáis cada letra es muy posible que os sea imposible adivinar cuál es, no significan nada. Así sucede aquí: cada monumento, cada recuerdo no significa nada, solo tienen sentido reunidos, formando cuerpo, haciendo esto que se llama Roma. ¿Qué es el Foro si no está dominado por el renovado Capitolio, contemplado por el pedestal del gran Nerón, limitado por el Coliseo donde se emborrachaba de sangre el pueblo que en aquí regía al mundo? Y que [«que», tachado en el original] todo esto no es nada sino rodeado de casas modernas, dominado por la torre que anuncia la muerte de este Carnaval y la del papa, bajo este cielo, viendo a lo lejos estas montañas.

¡Roma, que llevas en tu seno las tristezas y las alegrías de los pueblos, el orgullo de los vencedores, la vergüenza de los vencidos!

Nada es Sant’Angelo sino frente al Vaticano, nada San Pedro sino presidiendo a la ciudad eterna, nada los museos, los bronces, los mármoles, sino almacenados aquí donde vivieron, reinaron y fueron dioses; todo ello es nada si no lleva sus rumores y sus recuerdos el Tíber [...].

¡Roma, Roma! Ciudad bendita y maldita, bendecida y maldecida más que otra alguna, ciudad de la loba y de los hombres fuertes, nido de bandidos en tu cuna, de héroes en tu infancia, de genios en tu adolescencia, de santos en tu juventud, de soldados y frailes en tu edad madura. ¡Roma, que llevas en tu seno las tristezas y las alegrías de los pueblos, el orgullo de los vencedores, la vergüenza de los vencidos, las lágrimas del pobre, los desdenes del poderoso, los dineros de los fieles y las vociferaciones de los irredentistas! ¡Roma, que tragaste tantos pecados, redimiste tantos pecadores, vendiste tantas indulgencias, almacenaste tantas bellezas y absorbes tantas propinas! ¡Roma, que hiciste de una emperatriz (Mesalina) una prostituta, y de una prostituta (Teodora), una emperatriz! ¡En tu seno se alza lúgubre, allí donde crugio [«crugio», tachado en el original] chisporroteó al fuego, Bruno, y en tu seno vegeta, olímpico y grande, el ignoto guardián del Campidoglio! ¡Tú fuiste aterrada por los cimbrios, helada por Aníbal, destruida por los bárbaros, restaurada por los papas, saqueada por Guiscardo y por Borbón, venerada por el orbe, insultada por Lutero, odiada por el Norte, vindicada por el Mediodía, copada por Garibaldi y ocupada por Víctor Manuel! Y hoy eres otra vez pasto de los bárbaros que, guía en mano, vienen a curiosear en ti, cuando armados de martillito no te pellizcan tus viejos despojos. Pero sobre todas las torturas, has sufrido ¡oh, Roma! la más horrible, la más vergonzosa, la más cruel, la que más degrada, has sufrido el tormento de ser descrita miles de veces por toda clase de turistas y poetas, y aún el Dios vengador te reserva otras mil descripciones, incluso las mías. Súfrelas con paciencia, eso tiene de malo la grandeza: cuanto más visible, más expuesta a las pedradas de los granujillas [...].

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