Salman Rushdie, autor de «Dos años, ocho meses y veintiocho noches», en Madrid
Salman Rushdie, autor de «Dos años, ocho meses y veintiocho noches», en Madrid - ABC
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Un Rushdie con genio

Un Salman Rushdie elevado a la millonésima potencia, eso es «Dos años, ocho meses y veintiocho noches» (Seix Barral). El autor de «Los versos satánicos» llega dispuesto a divertir sin límites

BARCELONA Actualizado: Guardar
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De genios –lo anuncia desde su título deconstructivo de Las mil y una noches– va la nueva novela del genial Salman Rushdie (Bombay, 1947), especialista a la hora de hacer irrumpir lo mágico en lo real. El autor de Hijos de la medianoche (clásico moderno, Booker de Bookers) ya se había aventurado en reescrituras aladinescas y simbádicas en otras ocasiones. Especialmente en los libros que escribiese para sus hijos (Harún y el mar de las historias y Luka y el fuego de la vida); pero también en las muy juguetonas y dramáticas novelas «adultas» El último suspiro del moro, Shalimar el payaso y La encantadora de Florencia. Tramas todas en las que la concesión de un anhelo largamente acariciado no necesariamente implicaba una recompensa, sino la bofetada de un reto imposible de no aceptar.

En Dos años, ocho meses y veintiocho noches –best seller en Estados Unidos la semana de su publicación–, este desafío se traslada al lector que llevaba bastante más que ese tiempo deseando una nueva novela del hechicero indio. Desafío, porque adentrarse en el nuevo Rushdie no es asunto sencillo. Una suerte de preámbulo/obertura/pago de peaje, «Los niños de Ibn Rushd», arrasa a quien se atreva con los modales un tanto arduos y contundentes de un monzón-tsunami que no deja nada en pie.

En cuerpo y mente

Superado el embate, todo se entiende: la idea/estrategia de Rushdie (quien ha sabido en cuerpo y en mente lo que es vivir encerrado en una botella; allí está Joseph Arthur, su indispensable memoir de sus tiempos como fugitivo/prisionero de una fetua) es que suframos una suerte de shock inicial para que, recuperados, disfrutemos a fondo de lo mucho que queda por venir y por llegar.

«Abandonad toda certeza previa quienes se adentren aquí», parece advertirnos un Rushdie dantesco tan paradisíaco como infernal. Y no miente, pero sí enreda y encandila con el recuento de las andanzas de un verídico filósofo árabe en la Sevilla y la Córdoba de 1195, favorito del sultán y «traductor de Aristóteles», quien cae en desagracia por sus ideas supuestamente blasfemas pero simplemente avanzadas.

Lo nuevo de Rushdie es un «tsunami» de efectos especiales

Entre su ascenso y condena, Ibn « Averroes» Rushd (hay que tener en cuenta, esto es verdad, que el padre de Rushdie cambió su apellido para honrar su memoria) conoce a la mágica y siempre en celo Dunia, y el malo malísimo y rival intelectual (algún crítico apuntó que Rushdie simplifica demasiado su duelo de ideas) es el también real e intolerante teólogo persa Al-Ghazali y… Veinte páginas después, la trama da un salto de ochocientos años y ocho mil kilómetros y ya estamos –en un futuro cercano pero evocado desde el siglo XXI– felizmente perdidos habiéndonos encontrado, una vez más, en Rushdielandia, aunque algunos insistan en llamarla Manhattan.

Y allí llegan –montando la alfombra mágica de una tormenta perfecta– los genios tras siglos en el destierro. Y nada quieren más que recuperar el tiempo perdido y volver a jugar con los mortales que tanto les divierten. En seguida, «el mundo se ha vuelto absurdo, y las leyes largamente aceptadas como los principios gobernantes de la realidad han colapsado». Y ya desde el «Ábrete, Sésamo» nos enteramos de que los genios (llamémoslos como en realidad se llaman: jinns) y sus lámparas y su voluntad de conceder deseos no eran como los veníamos imaginando hasta ahora.

Fuerzas oscuras

A los jinns, por ejemplo, nada les gusta más que tener relaciones sexuales a toda hora y en todo lugar. Y son muy mágicos pero no demasiado inteligentes. Lo siguiente de lo que se nos informa es de que un opaco jardinero levita, una esposa despechada arroja relámpagos por sus dedos, un personaje de cómic cobra vida, un bebé adoptado por el alcalde de Nueva York se convierte en una especie de detector de corruptos, un billonario es poseído por fuerzas oscuras, y monstruos colosales surgen de las profundidades para devorar el ferry a Staten Island y algún que otro rascacielos.

Ah: también hay terroristas fundamentalistas; y esos sí son tal como los conocemos y sufrimos pero, además, con superpoderes. Y hay cameos de Isaac Newton, Henry Ford, la Madre Teresa, Obama y… Harry Potter. También –y esto es muy interesante– hay tramos en los que el Salman Rushdie combativo y activista parece reírse del Salman Rushdie celebrity y party-man.

No tiene nada que envidiarle a la última película de la Marvel

Rushdie sigue siendo, afortunadamente, el mismo de siempre, pero aquí elevado a la millonésima potencia. De nuevo, aparecen motivos clásicos y marcas reconocibles dentro de su obra (esa «membrana» que aquí es un «velo» a atravesar y que remite siempre a su deslumbramiento infantil cuando vio por primera vez El mago de Oz); se fortalece su pasión (de)formadora por la literatura fantástica (se sabe que Rushdie ha llegado a dominar alguno de los dialectos que se hablan en El señor de los anillos y que es un incondicional turista de Macondo o de Lublin); y, más que nunca, parece imponerse una voluntad de divertir sin límites, pero como si se tratase de un valentine enviado muy especialmente a sus seguidores.

Dos años, ocho meses y veintiocho noches rebosa –más allá de su tsunami de efectos especiales– el más especial de los afectos. Porque –aparte de todas sus maravillas nocturnas y diurnas– esta novela es una historia de amor plural, unas historias de amor en las que la felicidad se impone ante la desgracia y el cataclismo. Y una advertencia: el clímax de Dos años, ocho meses y veintiocho noches no tiene nada que envidiarle a la última o a la próxima película del universo Marvel.

En una entrevista reciente, Rushdie explicó tanto exceso y desafuero y romanticismo como una suerte de reacción refleja después de narrar «tanta verdad» en Joseph Arthur. «Así que decidí volar hasta el otro lado del espectro, rumbo a las tierras de la más desaforada imaginación», concluyó.

Deseo concedido.

Pero –frotando este libro– los beneficiados somos nosotros.

Paren las rotativas: Scheherezade es un hombre.

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