Rilke, protagonista de este trabajo de Zagajewski
Rilke, protagonista de este trabajo de Zagajewski
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Rilke visto por Zagajewski

El poeta y ensayista polaco Adam Zagajewski navega por la figura y la obra de Rainer Maria Rilke

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Cada lector tiene su propio Rilke, que no siempre comparte con todos los demás y que varía a lo largo del tiempo según cada lectura que vuelve a hacer de su obra. Pero hay un Rilke -o lo que identificamos con Rilke- que permanece fiel a nuestra imagen de él. Adam Zagajewski traza aquí esa imagen suya de Rilke, que es en parte también la nuestra, pero que se distingue de ella en la medida en que responde a su experiencia poética, histórica y personal. Para Zagakewski, Rilke era «un elegante signo de interrogación en el margen de la historia»: algo así como «la voz secreta de su época» y, sobre todo, el máximo ejemplo del «artista puro», que se mantuvo «lejos de los hornos de las pasiones sociales y políticas».

Aduce el testimonio de Claudel, quien lo considera, «más que un pobre, un indigente», y lo compara con George y con Hofmannsthal, a los que debe mucho más de lo que se dice. Recoge el testimonio de Robert Musil y se explaya sobre su deficiente formación, que corrigió desde la literatura espiritual y las artes plásticas, construyendo una tradición basada en el ejemplo de Cézanne y Rodin, que le permitió aquilatar un sistema perceptivo como el que se advierte en su poema «La pantera», o alcanzar la «radical desnudez» de sus «Sonetos a Orfeo».

Viaje de búsqueda

La vida de Rilke es, toda ella, un viaje de búsqueda de un espacio de la revelación, de un lugar en que sea posible la epifanía de la realidad: un paisaje que encuentra en la Provenza y en España, en Toledo y en Ronda, pero también en el realismo transcendente de la pintura de nuestro Siglo de Oro. Zagajewski hace hincapié en su travesía de «desiertos espirituales», en su abstracción no ajena a «lo sensual y concreto», y en cómo «los objetos no pierden nunca su vívida individualidad», y lo pone en relación con la pintura de Paul Klee, que cita en una carta del 23 de febrero de 1921 dirigida a B. Klossowska. Como no podía ser menos -pues esto, y no otra cosa, es lo que el lector espera de él- Zagajewski narra su descubrimiento del poeta en las versiones de M. Jastrum, y lo que supuso para él, que entonces no conocía aún la poesía de Milosz y que se adentraba en las cenizas poéticas que la Segunda Guerra Mundial habían dejado en la escritura de T. Rozewicz. Presta abundante atención a las confidencias hechas en su nutrido epistolario, casi todo él con damas de la nobleza europea, y no elude tratar la parte más ridícula de su figura: las del consumado gorrón o arribista social, que tantos le echaron en cara.

Pero el Rilke que más le atrae y que, por así decirlo, más y mejor analiza, es el caracterizado precisamente por «su no pertenencia»: el dueño de un territorio fuera de cualquier espacio político, sin lengua, sin himno ni bandera, que pudo poetizar un momento único de Europa desde el centro de su marginalidad. El Rilke anticonfesional y antisubjetivo: el Rilke que «representa la esencia de la poesía en la pureza del canto lírico». Un Rilke en absoluto moralizante: un Rilke antimoderno que busca constantemente «antídotos contra la modernidad». Un Rilke, pues, próximo a T. S. Eliot, con el que lo compara, y alejado de Auden, que le declaró su manifiesta antipatía.

El final de este ensayo-conferencia -pues eso es el presente texto- lo dedica Zagajewski a una valiente reflexión en voz alta sobre las ventajas e inconvenientes de la cultura de masas, el poder de los medios de comunicación y las dificultades para encontrar hoy «una genuina expresión dentro del marco comercial que ha reemplazado en nuestras sociedades a las viejas y menos vulgares tradiciones e instituciones», recordando que «el ámbito de la poesía es la contemplación, a través de la riqueza del lenguaje, de las realidades humanas y no humanas, en sus divergencias y en sus numerosas coincidencias, trágicas y felices». Para Zagajewski, Rilke es «intemporal e indudable hijo de su propio tiempo histórico. Pero no inocente», porque «sólo el silencio lo es, y Rilke todavía nos habla».

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