LIBROS

Ricardo Menéndez Salmón: «La violencia y la maldad son siempre decisivamente humanas»

El piloto Andreas Lubitz, que estrelló su avión en los Alpes, es una de las líneas que atraviesa «Homo Lubitz» (Seix Barral), la última novela del autor de «El Sistema»

Ricardo Menéndez Salmón
Carmen R. Santos

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-¿Cómo definiría a Richard O’Hara, protagonista de «Homo Lubitz»? En un momento se le califica de «cabeza pensante del terrorismo financiero internacional», y también se dice que «a ojos de terceros, tenía ciertos gustos de psicópata». Inquietante es su fascinación por los accidentes...

-Es cierto que O’Hara posee un lado tenebroso. Pero también es un hombre cordial y amable. Y que siempre, se encuentre a un lado o al otro de esta ambigüedad que define su carácter, se mueve por la vida entre el asombro y el estupor. «Homo Lubitz» es una novela sobre la sensación de extrañeza que el mundo contemporáneo provoca. Hoy más que nunca vivimos en un lugar maravilloso y absurdo a partes iguales, un lugar donde el genio y la estupidez conviven con absoluta naturalidad y, a menudo, en la misma persona. Desde esa óptica, O’Hara me parece un síntoma de nuestra época, un hombre que puede ser perverso sin por ello dejar de ser bondadoso, un hombre que puede admirarse ante la ciencia o el arte y a la vez sentir la tentación del nihilismo. O’Hara es el resultado de aquel punto sin retorno que Ballard pronosticó en sus ficciones: un tiempo donde ya no existe transición entre la enunciación de un deseo y su realización.

-¿Comenzó a gestar/escribir la novela cuando Andreas Lubitz estrelló el avión con todos los pasajeros a bordo? «Aquel suceso había ratificado, de forma radical, tanto la existencia del mal como la evidencia de su implacable corolario: el carácter soberano, indomesticable de la libertad humana», leemos en «Homo Lubitz».

-La decisión de Lubitz fue uno de los puntos de partida de la novela, aunque no el único. Yo estaba entonces en París invitado por un amigo, Ignasi Duarte. Recuerdo que el día del accidente lo habíamos dedicado a seguir las huellas de Beckett: su casa en Rue des Favorites, donde escribió sus grandes novelas y «Esperando a Godot», su vivienda en el bulevar Saint-Jacques frente a la prisión de la Santé, su tumba en Montparnasse, y a la mañana siguiente, en Bellevue, mientras contemplábamos París a nuestros pies, le dije a Duarte que algún día escribiría sobre lo que había sucedido en los Alpes. Fue algo que me impresionó profundísimamente. Recuerdo muy pocos acontecimientos que me hayan conmovido tanto.

-La realidad del mal es una de las grandes cuestiones de la filosofía. A usted le ocupa/preocupa especialmente...

-Sí, me preocupa. Y me interpela sin remedio. Precisamente por esa relación que existe entre la evidencia de la maldad, su encarnación objetiva, y el hecho de que el hombre posee libre albedrío, una capacidad decisoria para hacer ciertas cosas y abstenerse de hacer otras. En el «Génesis», durante el relato de la Caída, se expresan los límites del conflicto: desde el momento en que Dios deja a disposición del hombre la aceptación o conculcación de su mandato, le otorga la libertad. Este misterio se pone de manifiesto de forma dolorosa en la época ilustrada, que al fin y al cabo es la que me ha constituido intelectualmente.

A Kant, por ejemplo, le aterra el pensamiento de que el mal pueda triunfar sobre los intereses de la propia conservación, por más que ese pensamiento pertenezca al enigma de la libertad. Dos siglos más tarde, al modificar la realidad según patrones que no proceden ellos mismos de esa realidad, sino de una imaginación enferma, Hitler construye el escenario de una libertad llevada a su paroxismo. El camino que conduce de la expulsión del Paraíso al Zyklon B, pasando por el descubrimiento de que la razón genera monstruos, es la vía de una libertad a menudo extraviada pero siempre inmanente.

«Hoy más que nunca vivimos en un lugar maravilloso y absurdo a partes iguales, un lugar donde el genio y la estupidez conviven con absoluta naturalidad»

-¿Cómo ha influido su formación filosófica en su producción?

-Me ha regalado un arsenal de ideas. La tradición de la novela de los siglos XIX y XX la construyen quienes Camus llama «novelistas filósofos»: de Melville a Thomas Mann, pasando por Dostoievski, Proust o Kafka. El fracaso académico de la filosofía, su pérdida de poder tras el agotamiento a la que Hegel la somete y el ascenso de las ciencias experimentales, hace que su depósito de problemas se desplace hacia el terreno de la ficción, y sobre todo hacia la más sincrética de sus manifestaciones: la novela. La filosofía me ha dotado de temas. En mis textos respiran las viejas preguntas: el fracaso de la teodicea, la evidencia del mal, el aprendizaje para la muerte. Todos esos debates irresolubles y a la vez cruciales: libertad y necesidad, el mundo y su relato, ser y deber ser. Las ficciones encarnan mediante figuras simbólicas las preguntas que la filosofía lanza. La historia de la literatura es el intento por resolver mediante personajes ciertos conflictos: Edipo, Don Quijote, Stavroguin, Naphta, Bernard Rieux, son filósofos ficcionados, caracteres que se interrogan por su lugar en el mundo.

-¿Estaría, pues, de acuerdo en calificar sus novelas como filosóficas? En cualquier caso, van a contracorriente de la literatura «light»...

-No me desasosiega demasiado cómo se califiquen mis novelas. Diría que el único criterio válido a la hora de juzgar un libro es el talento. Y el talento es a menudo la desviación del gusto consagrado. Cuando pienso en mi obra no siento que vaya solo a contracorriente de una literatura prescindible por intrascendente, sino de la mayoría de títulos que, año tras año, merecen parabienes y elogios. Lo cierto es que, por más que me empeño, mi canon rarísimamente coincide con el canon de la crítica autorizada.

-En «El Sistema» planteaba una distopía y en «Homo Lubitz» estamos en el 2025. El futuro que dibuja no es precisamente halagüeño: «El mundo era una ecuación irresoluble, un laberinto sin centro». ¿Ese futuro es ya, en realidad, presente?

-En «Homo Lubitz» se dice que hoy todo consiste en un asunto de narrativas, de perspectivas, de la hermenéutica adecuada para interpretar cuanto sucede. Que la clave, en definitiva, radica en cómo decir el mundo. Esta es la complejidad primordial de lo que nos rodea. Hasta no hace mucho la literatura pensaba que poseía las herramientas para dar cuenta del mundo, pero desde hace un tiempo todo sucede de una forma tan veloz, tan urgente, tan plástica, que es como si el propio lenguaje hubiera perdido adherencia. De ahí proviene la desconfianza que se experimenta hacia la novela como instrumento de diagnóstico de la realidad. Y esa desconfianza es la que genera indefensión ante un futuro que cada día parece más presente. Insisto en lo apuntado al comienzo de esta entrevista. Vivimos en una época que ha acortado brutalmente la distancia entre realidad y deseo. Eso no solo deja huella en la percepción del tiempo, sino en el lenguaje.

«Aunque la vida es indecible, únicamente el arte y la literatura pueden aspirar a hacerla comprensible»

-¿Todos, al menos en cierta manera, somos «Homo Lubitz»?

-El «Homo Lubitz» forma parte del «Homo sapiens sapiens», no es una especie aparte, una mutación inesperada. Se ha dicho que Lubitz era un monstruo. Eso me parece un disparate, pues es un modo de desviar la atención. El problema de Lubitz no es que sea monstruoso, sino que es humano, demasiado humano. Como son humanos, demasiado humanos, los asesinos que nos rodean, desde los que decapitan con una radial a sus hijos a los que llenan Srebenica de tumbas. La locura, el rapto irracional, la monstruosidad son solo coartadas para no enfrentarse con un hecho puro, desnudo de grandes palabras: que la violencia y la maldad pueden ser casuales o causales, pero son siempre humanas, decisivamente humanas.

-«China era un oxímoron» y «todo está en venta en este país», leemos en su novela. ¿Por esto es escenario fundamental en ella? ¿Tiene un sentido metafórico?

-China es el otro venero que nutre «Homo Lubitz». Mi experiencia allí se refleja en la sensación de extrañeza que embarga a O’Hara durante la novela. Cuando se viaja a China se cruzan más meridianos mentales que físicos. Hay una sensación de ininteligibilidad muy fuerte, acentuada porque al mismo tiempo todo es traducible al patrón dinero y al patrón consumo. Y, sin embargo, uno regresa lleno de preguntas sin respuesta. Yo disfruté muchísimo de mi estancia en China. Pero lo hice porque, en realidad, viví completamente inconsciente de cuanto me rodeaba. Un poco como el bárbaro de Michaux pero en tiempos hipertecnológicos. China es inescrutable y a la vez transparente. De esa paradoja emana también «Homo Lubitz».

-«Supo que Rafael o Leonardo trabajarían hoy para una firma de cosméticos», leemos también. Y refiriéndose al personaje del escritor de enorme éxito Wen Dafu se dice: «En medio de esa montaña de papel impreso, la literatura importaba poco». ¿Vivimos en un tiempo de degradación del arte, de la literatura, y de los propios creadores?

-No querría parecer apocalíptico. Sigue habiendo arte extraordinario, literatura extraordinaria. Lo que sucede es que el papel del creador se ha desplazado hacia una esfera donde la obra sola ya no basta. También depende del contexto en que se dé esa obra, por descontado. No es lo mismo escribir cierta literatura en España que hacerlo en Francia. La degradación, como la belleza, tiene grados.

-¿Frente a esa degradación ha de buscarse «una victoria del artista como constructor de otro tipo de relato», como se apunta en relación con Louise Bourgeois?

-Esa es una decisión personal, que tiene que ver con la percepción del escritor ante su obra. Por supuesto mi compromiso camina en esa dirección. Cuando Robert Filliou definió el arte como aquello que hace que la vida sea más importante que el arte, pronunció una frase memorable, no solo un juego de palabras. El arte, dentro del cual incluyo la literatura, aspira a apropiarse de la vida, sea mediante una novela, una sinfonía o un lienzo. Y aunque la vida es indecible, únicamente el arte y la literatura pueden aspirar a hacerla comprensible. En esa incapacidad, en ese fracaso perpetuo que es la literatura, condenada a llegar siempre tarde a aquello que quiere expresar, se esconde su razón de ser.

«David Cronenberg ha retratado como nadie los miedos y vacíos contemporáneos»

-Creo que no es azar el nombre de la organización, Arconte Limited, a cuyo frente está el siniestro personaje Control… Y tampoco el de la pastilla, Solaris, que tiene un relevante papel, ¿homenaje, recuerdo, guiño… a Stanisław Lem?

-Nada es azaroso en «Homo Lubitz». Mucho menos los nombres escogidos. Los arcontes eran magistrados muy importantes en Grecia: administraban la vida civil, dirigían el ejército, vigilaban la conducta religiosa. Algo de eso hay en la empresa patrocinada por Control en la novela. Respecto a Lem, es uno de los escritores que más admiro del pasado siglo. Y «Solaris», gracias también a Tarkovski, una de las parábolas más impresionantes que conozco.

-La novela la encabeza una cita de Hermann Broch. ¿Es uno de sus autores de referencia? ¿Cuáles serían? Imagino que muy intencionadamente se presentó usted al Premio Biblioteca Breve con el seudónimo de Juan María Brausen, personaje de Onetti.

-La lista sería muy larga. Tanto que solo voy a citar a los dos autores vivos que más me atraen, porque son muy distintos entre sí y, sin embargo, resumen todo aquello que me interesa de la literatura. El primero es Don DeLillo. El mérito de DeLillo es haber recogido el caudal abrumador de acontecimientos e ideas que vertebra una época manteniendo un diálogo con los nuevos interlocutores y las nuevas metáforas que la contemporaneidad ha puesto a nuestra disposición: la tecnología y los medios de comunicación, el terrorismo y las fantasías de la muerte en directo, la plétora y consiguiente náusea generadas por las sociedades posindustriales, el agotamiento del humanismo y la superación de nuestra especie.

El segundo es Pierre Michon. Aquí lo que me fascina es el lenguaje, el estilo, la confianza en que la escritura es una máquina de generar no solo sentido, sino también belleza. Pienso en «Vidas minúsculas», el primer libro de Michon que leí. Todavía hoy, cuando vuelvo a él, siento el deslumbramiento. Como la prosa bíblica, que tanto pesa en la conjetura michoniana, la obra de este autor es apabullante se abra por donde se abra. Y como la prosa bíblica, a la que uno atiende no solo por lo que dice, sino por cómo lo dice, leo y releo a Michon con la esperanza siempre fracasada, pero no por ello insatisfactoria, de desentrañar la respuesta a la pregunta de qué es la literatura.

-¿Y David Cronenberg, que aparece en su novela, es uno de sus cineastas preferidos?

-Sin duda. Y en «Homo Lubitz» se explican los motivos. Por cómo ha entendido a los mejores escritores de su época, caso de Ballard o DeLillo; por cómo ha trabajado con los grandes temas de nuestro tiempo, caso del cuerpo y sus límites; y sobre todo, por cómo ha retratado los miedos y vacíos contemporáneos, caso de la falta de sentido, la fascinación por la violencia o la muerte del amor.

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