Lucy Lawles en el papel de Xena
Lucy Lawles en el papel de Xena
DESDE LA OTRA ORILLA DEL ATLÁNTICO

La princesa guerrera

Xena se enfrentaba a las fuerzas del mal con la misma destreza y eficiencia que sus homónimos masculinos

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En 1995 apareció en las pantallas del mundo la serie Xena: la princesa guerrera. Una princesa cuya imponencia exaltaba a los telespectadores sedientos de aventura. Estrella absoluta, hasta el punto de dar nombre a la serie, se enfrentaba a las fuerzas del mal con la misma destreza y eficiencia que sus homónimos masculinos. Capaz de exponerse a los peligros con igual dosis de heroísmo.

Con el mérito adicional de la belleza, tenía unos ojos azules que centelleaban a cualquier hora del día y, sobre todo, ante la inminencia del peligro. Morena, de larga melena para ajustarse al ideal erótico de sus pretendientes y sus adversarios. La estatura, sin embargo, contrariaba el modelo femenino vigente, pues sobrepasaba el metro ochenta. No había hombre más alto que ella.

Una apariencia que se imponía ante los enemigos, a la que se añadían las botas altas que llevaba y una falda de tiras de cuero que se agitaban mostrando sus largas piernas. Un conjunto que orientaba al telespectador a no perder de vista la espada que llevaba a la espalda ni el cilindro de acero preso a la cintura. Un arma, esta, de poder mágico que, en cuanto blandía en el aire, derribaba en una secuencia imparable a todos los contrincantes en fila que tenía por delante.

Xena era un personaje legendario. A caballo o a pie, vencía cualquier obstáculo que se le presentaba. Atravesaba el mundo sin respetar espacios ni distancias, consciente de que arriesgar la vida en busca de aventuras que le aportasen placer y le diesen notoriedad valía la pena. Atraída por los mitos, por los seres que todavía hoy nos ocupan la imaginación.

Y como todo héroe que se precie, no viajaba sola. Contaba con quien debería narrar en el futuro los hechos que presenciaba de cerca. En su caso, la escudera elegida, con quien compartiría ejemplos de valor y de sueños, era una joven rubia y menuda que, además de enfrentarse también a los adversarios con un cayado, tenía la rara habilidad de contar historias emocionantes. Tal era su pericia verbal que en cierto episodio, de la larga serie que duró más de cinco años, nos enteramos de que en el pasado había sido amiga del joven Homero, ambos habían ido a la misma escuela en Atenas y ella le debía al poeta el nombre artístico.

La joven, risueña, tan intrépida como la líder, tenía, no obstante, un temperamento desenfrenado. Casi siempre, en mitad de la trama, sucumbía al asedio de un caballero que tanto podía ser un muchacho como un villano. Y pese a que Xena le advirtiera de los inconvenientes morales de su elección, ella acababa, a escondidas, intercambiando caricias y besos con él. Lo que llevaba a Xena a conformarse, a pesar de su visible disgusto.

Xena, con todo, aparentaba estar a salvo de las inclemencias del amor. Concentrada en su misión y en los amigos, con quienes se solidarizaba y se enternecía, se resistía a la seducción de reyes e intrépidos caballeros. Sus mejores sentimientos se desabotonaban ante los afligidos, a los que se consagraba sacrificándose, si fuera necesario, con su propia vida.

Se había alzado con un reconocimiento tal entre héroes y villanos que con la simple mención de su nombre, sus enemigos contrataban una legión de mercenarios para enfrentarse a ella. Y hasta los reyes, ante la amenaza de perder sus coronas, le ofrecían la mitad del trono.

Xena, sin embargo, no escondía su indiferencia frente al poder de los hombres. Nada le afectaba el corazón. Como si comprendiese la debilidad que acosa a nuestra especie en algún lugar secreto. Razón por la cual se merecía, de parte de sus pupilos y sus contemporáneos, el epíteto de justiciera.

En un episodio, impelida por su naturaleza intensa, Xena, burlando a los griegos que hacía diez años sitiaban Troya, se introdujo en la alcoba de la famosa Helena sólo para llevarle el consuelo de su presencia. Quería saber en qué podía servirla, pues no creía en exceso en la masculinidad del frívolo Paris.

Helena, titubeante al principio, le confiesa por fin que ya no aguanta más la obsesión de Paris por la guerra contra los griegos. Y por sentirse descuidada por el amante, quiere volver con Menelao, el esposo al que había traicionado y que ahora estaba, gracias a Agamenón y Aquiles, en la inminencia de conquistar Troya. Al escuchar su discurso, Xena intenta disuadirla, a la vez que advierte a Paris, en otra habitación, de la traición inminente de algunos compañeros.

Paris, sin embargo, ignoró los avisos. Y, como consecuencia, posibilitó, como los demás, que los troyanos se rindiesen al famoso caballo enviado por el astuto Ulises. En mitad de la batalla que se sigue a continuación, Xena vence a sus adversarios con lanza, espada, puñetazos, patadas, evitando siempre derramar su sangre. Así, consigue romper las líneas de ambos oponentes y salvar a Helena. Más aún, en el episodio siguiente, deposita su bella figura lejos de Troya a punto de derrumbarse, poniéndola a salvo de quien quiera que fuese durante unos días. Al menos, hasta que Helena estuviese preparada para entregarse de nuevo a los brazos de Menelao, uno de los vencedores de cerco.

Tras esta hábil maniobra, de común acuerdo con Helena, ambas se despiden como afectuosas amigas. Y es que Xena también tenía que irse. El mítico Hércules, compañero de algunas jornadas heroicas, requería su presencia. Juntos vivirían un emocionante episodio más que seguramente vi, carente como estaba, como tantos, de héroes semejantes.

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