«Bolchevique» (1920), obra de Boris Kustódiev
«Bolchevique» (1920), obra de Boris Kustódiev
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Octubre de los no-creyentes

Los revolucionarios de final de los años sesenta vieron en la destrucción de la tiranía soviética la condición previa de una liberación que mereciera tal nombre

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Walter Benjamin, 1940: «Hay un cuadro de Klee que se titula "Angelus Novus". Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas.

Esta tempestad lo arrastra inevitablemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él al cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso».

Yo nací diez años después de ese ángel. Cuando la tempestad se reveló infierno. Los de mi generación -la del 68, por simplificar mucho- tuvimos esa suerte: nacer en el infierno de un mundo sin futuro exime de cualquier tentación benévola o progresista. No digo ya de los bucolismos con que los más jóvenes vuelven a cargar hoy. Cuando de nuevo las utopías se apuestan en el rincón pútrido de las mentes humanas. Disfrazando con oropel la muerte. Nada nuevo.

Genocidio tapado

Porque es la muerte, siempre intacta, lo que el progreso histórico significa. Y el genocidio lo que se enmascara apenas bajo el nombre solemne de revolución. Por fortuna, eso lo sabía cualquier historiador, cualquier hombre culto, a poco que no se tapara los ojos. Los de mi edad tenían a su alcance toda la bibliografía necesaria para saber lo esencial: que la revolución rusa de 1917 había sido sólo el nombre solemne de la mayor matanza en la historia de los hombres, esos curiosos mamíferos hablantes, cuya capacidad de predación no tiene límites.

Los del 68 fuimos anti-soviéticos antes de decirnos anti-capitalistas y soñarnos revolucionarios. Y dimos armonía retórica a eso, refiriéndonos siempre a la URSS como un «capitalismo de Estado». Expresión imprecisa, pero cuya eficacia para salvar nuestra integridad moral y aún psiquiátrica no es despreciable. A diferencia de las generaciones que nos precedieron, los revolucionarios de final de los años sesenta vimos siempre en la destrucción de la tiranía soviética la condición previa de una liberación que mereciera tal nombre.

La revolución rusa de 1917 había sido sólo el nombre solemne de la mayor matanza en la historia de los hombres

Octubre no nos conmovía. Más allá de poner en nuestras cabezas una triste ternura ante quienes se referían a aquello como a un absoluto apocatástico. Bastaba escuchar a los viejos militantes para percibir que, al hablar de la revolución rusa, las generaciones que nos precedieron no evocaban un acontecimiento político, sino una hecatombe teológica. Y, al menos yo, el odio de la «teología política» lo había adquirido desde muy joven, leyendo a Baruch de Spinoza. Y, con él, el blindado temor frente a cualquier exaltación romántica de los hombres nuevos.

Octubre era ya historia. Medio siglo de historia, cuando el momento fundante del 68 -yo tenía 18- se llevó todos aquellos siniestros vejestorios por delante. ¿Qué había sido Octubre? La epopeya: la promesa al creyente de un mundo nuevo. Y la consecuente apertura del universo de sacrificio con que pagar ese absoluto. El asalto a los cielos exige mártires. Con los veinte millones de asesinados por el estalinismo, con el descerebrado despotismo del otro lado del muro, había que ser muy tonto o muy canalla para seguir jugando. La mayor parte de nosotros percibió que no podía hacerlo. Fue inventándose otras fantasías -el maoísmo imaginario, sobre todo, que se desmoronaría diez años más tarde-, pero las de la épica bolchevique no eran ya creíbles.

Religión de la mentira

¿Es posible vivir sin epopeya? Sin nada que nos reconforte en lo colectivo. Habremos de hacer frente, al fin de nuestra vida, a eso. Porque nos asola aún la horrible melancolía de lo perdido. Aunque sepamos que perderlo fue lo mejor de nuestras vidas.

Hablo de los de mi edad, éstos que ahora declinan, ya sin coquetería siquiera, hacia vejez y despedida. Pero, cuando la herida de la épica se produjo, éramos jóvenes. Demasiado. Y el franquismo se nos aparecía como un pesado paréntesis de intemporalidad. Luego de aquello, habría de venir el fin del mundo: así funcionaban las cosas en nuestras cabezas. Eso nos hizo. Y nos hizo enfermos. De esperanza. En una turbia condensación imaginaria, casi en un delirio, hicimos de nuestra mitológica memoria realidad; destino, de nuestros deseos. Fijamos semejante proyecto en una religión terrena y áspera. No sabíamos que lo era, por supuesto. La llamamos política. Adjetivada: política revolucionaria. Nos consagramos -sospechándolo o no- a propagar su fe y salvaguardar sus dogmas. Fuimos sus prisioneros. Y, alguna que otra vez, sus sacrificadores. Era una religión de la mentira. Como todas. Pero sólo se alcanza a saber eso, una vez la vida sacrificada. Pero nunca jamás fue una «religión de Octubre».

La mentira es verdad única de la política. Así fue siempre. Pudo habérmelo, sin demasiado dolor, revelado el trato con una aceptable biblioteca. Lo es la mía. Mas la verdad no se aprende en los libros, más que mucho después de que la vida ha pasado.

Madrugada. Sueño con ir metódicamente arrojando mis libros -eso fue la revolución, libros- por la ventana, perderlos y perderme en ellos, que es lo que siempre sueña aquel que escribe. Demasiado café y demasiados farmatones. Y un dolor fijo y agudo en el centro de las cervicales. Lo de siempre. ¿Esto quedó de la revolución? Esto. Y el viento: pocas metáforas tan poderosas del tiempo que nos usa y nos desecha -deshechos-, para, al final, arrumbarnos en el eterno olvido. Brecht, en uno de esos poemas glaciales suyos, a años luz de su didáctico teatro, lo evoca como el último murmullo que va a quedar en los lugares que habitaron alguna vez los hombres. «De esas ciudades quedará lo que a su través pasó: este viento». Y hay en las sílabas ululantes del poema como una sombra que se alarga en alguno de los más líricos «»westerns de John Ford: es un poema en blanco y negro, tiniebla sobre tiniebla, aldeas desoladas que araña la impalpable arena, funerarios monumentos sobre los que su esmeril bruñe espejos y fantasmas, sin presencia, pavorosos por tanto. «Con su asfalto, el trazado de sus calles y sus muchas ventanas» -anota Walter Benjamin-, «las ciudades, tras ser destruidas y desmoronarse, habitarán en el viento». Que corre y borra. En el tiempo, que no nos será devuelto: el tiempo que perdimos hablando de la revolución. Las palabras vacías horadan nuestras ciudades. Palabras hueras de quienes siempre mandan, porque lo huero regula la economía del dominio. Su estéril vendaval todo lo atraviesa y de todo hace desierto.

Tempestad-progreso

«Hay un cuadro de Klee que se titula "Angelus Novus". Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra inevitablemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él al cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso».

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