Contrastes hondureños en un hotel de Tegucigalpa
Contrastes hondureños en un hotel de Tegucigalpa
LLUVIA RACHEADA

No es fácil ser Dios en Tegucigalpa

Los prejuicios preceden al visitante de la violenta capital hondureña, cuyos pensadores confían en la cultura como camino de redención

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No es fácil ser Dios. Pero menos fácil es no ser nadie. Vamos dando tumbos por las calles de Tegucigalpa por temor a ser asaltados por quienes consideran que la vida (sobre todo si se trata de tu vida, aunque también la suya) no vale nada. ¿Por qué hay tantos poetas en Honduras y no di con ningún autor de novela negra? Aquí no voy a dar cuenta de los crímenes, que para eso están los poetas y los estadísticos. Porque en Honduras se mata tanto que los vecinos de San Pedro Sula, San Juancito, Valle de Ángeles, Comayagua, Tegucigalpa... están cansados de que solo se hable de ellos como de algunos países africanos: «Cuando nos matan. Cuando nos matamos».

No es fácil ser Dios en un país donde el Domingo de Ramos tanto la catedral como la iglesia de Los Dolores, la que levantaron los franciscanos, que también llaman la de los mineros, que tiene una Virgen negra y un Cristo negro, y es más hermosa que la catedral, están tan llenas de fieles con sus ramos para que se los bendigan que casi no cabe un alma. Y eso que, también en Tegucigalpa, dicen que el alma no pesa, que es ingrávida, que es el mechero que tenemos para alumbrarnos en las noches de tormenta. Pero es que los hondureños lo fían casi todo al más allá. No por eso dejan de deslomarse aquí, de sol a sol, para sacar adelante a la familia. Para vivir. Ellos creen que la iglesia les ampara. Pero como saben muy bien mis amigos salvadoreños de El Faro, que también han venido a Honduras a contar lo que se cuece, cómo se mata, quién mata y por qué, la Iglesia no siempre ha estado a la altura. Como Alberto Arce y su Novato en nota roja. Corresponsal en Tegucigalpa, para quien quiera saber antes de ir. Es que no es fácil ser Dios, y en Tegucigalpa (donde el olvido es tan copioso) mucho menos.

Los prejuicios nos preceden. Con ellos llamamos a la puerta de una casa. Con ellos compramos un pasaje de avión. Con ellos leemos, votamos, ¿pensamos? Lo malo es cuando los prejuicios nos impiden ver lo que tenemos delante, porque los lentes se han fundido con la retina y ya no distinguimos los hechos de las opiniones, la fantasía de la realidad.

Aunque se trate de una novela, recibo con alborozo el ejemplar de Esta tarde vi llover que me regala José Manuel Torres Funes, que ha publicado con esmero gráfico y tipográfico una editorial a caballo entre Tegucigalpa (donde nació: Taller) y Marsella (donde vive: Heliotropismes). José Manuel vino con su padre, el prestigioso periodista y profesor Manuel Torres, a un taller de periodismo en el Centro Cultural Español (asomado al Redondel de los Artesanos), y citó al poeta René Char (el mismo que lee con devoción el que tal vez será dentro de unos días nuevo presidente de Francia, Emmanuel Macron): «A los vivos hay que abrirles los ojos con la misma suavidad que se los cerramos a los muertos».

Escribe Torres Funes en su breve novela, que alumbra como un buen mechero en medio de la noche hondureña: «Pensás: Tegucigalpa es una ciudad mutante. A las dos de la madrugada, con esa inexplicable luz rosada y oblicua de la calle Real es Praga; Henoch, la ciudad de Caín, mirando hacia Comayagüela desde los bajos del Congreso Nacional; una ciudad púrpura, fría y peligrosa, como Ciudad Juárez, en El Edén; Montevideo por el Barrio Abajo, una ciudad otoñal, de papel, entre las callejuelas de la colonia Rubén Darío, el vértigo, el precipicio, regresando a oscuras de El Chile. Campos de antropofagia a orillas del río Choluteca, no es una metáfora, canibalismo real. Hombres y mujeres caníbales, hasta niños caníbales. Germen de la lepra bajo los prados verdes de Químicas Dinant... Vas feliz como un niño. La lluvia, como verás, se sigue colando por las puertas traseras...». Esta descripción de Tegucigalpa, que yo reconozco pese a haberla pisado tan poco («la dura, dura», como la cita Gervasio Sánchez), me ayuda a retenerla como si su geografía física y moral hubiera empezado a germinar en mi memoria. Y lo hará con fuerza gracias a quienes ya sé que si llamara a sus puertas en medio de la noche me abrirían: como Helen Gutiérrez (activista y madre, que escribió un libro sobre el ejemplo de Alfredo Landaverde), Samaí Torres (periodista cabal que trata en El Heraldo que la cultura enriquezca y haga más conscientes a los lectores), Dulce Torres (estudiante empeñada en que el periodismo dignifique la vida nacional), Albany Floresía García (historiador que se sabe todos los secretos de Tegucigalpa y de su patria y confía en el conocimiento como un camino de redención), Yonny Rodríguez (poeta que no deja que el miedo le cosa la boca y sabe que hay formas de salir del oprobio)...

Se lee en Esta tarde vi llover que «Tegucigalpa es más oscura cuando llueve». ¿Todas las ciudades? No. En mi hotel, de noche, vi llover, y cómo las plantas revivían. En una hornacina, dos pájaros de barro pintados de azul celeste sobre un cuenco de piedra bañado de rojo sangre parecían un antídoto contra los prejuicios. Azul inocente para sobrevolar el valle de la muerte.

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