Javier Prieto
LIBROS

«Mirlo blanco, cisne negro»

El nuevo título de Juan Manuel de Prada, «Mirlo blanco, cisne negro» (Espasa), promete levantar ampollas, pues en sus páginas ajusta cuentas con el mundo literario y recrea sus comienzos como novelista. A la venta el 6 de octubre

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Ahora, cuando me dispongo a contar las vicisitudes de mi amistad con Octavio Saldaña, aquel espejismo parece lejanísimo y borroso, casi soñado. Pero ocurrió hace apenas una década, que es la escasa porción de tiempo transcurrida desde que empezara a resquebrajarse aquella mentira. Yo había desembarcado en Madrid (pero había sido un desembarco con muy pocas naves, más bien en chalupa) cuando todavía era un veinteañero (aunque veinteañero algo corrido de años y también de desengaños), atraído por el fulgor del oropel y con la excusa de conocer a Ramiro Cifuentes, el editor de mi primer libro, un volumen de cuentos tenuemente fantásticos que habíamos decidido titular, de común y fatuo acuerdo, «Un debut prodigioso», título que en un principio resultó sarcástico y gafe, pues ni me bendijeron en «Barataria» (que por entonces andaba bendiciendo la novela «transgender» y la poesía tuitera), ni me aclamaron en Fráncfort (tampoco en el barrio de Arganzuela donde por entonces vivía, en cuya biblioteca ni siquiera habían adquirido mi libro), ni me dieron cabida en el elenco o recua de los escritores nocilleros, que ya por entonces tenía su lista de espera, sus oposiciones y concursitos, su escalafón y su división en negociados, sus ascensos y sus cesantías, como cualquier ministerio de cualquier democracia civilizada.

Pero, aunque nadie hubiese agasajado mi vanidad, al menos había logrado estrenarme como escritor sin tener que desembuchar ni un céntimo, que ya era un logro en sí mismo, pues muchos autores primerizos acababan por desesperación (o por candidez de chorlitos) en las garras de un pillo que los timaba editándoles en impresión bajo demanda un libro que les costaba un potosí y que luego ni siquiera se distribuía en librerías. No negaré que, cuando por fin conseguí que un editor prestase atención a mis cuentos, llevaba ya media docena de años tupiendo de manuscritos los buzones de las editoriales y coleccionando cartas de rechazo muy corteses y protocolarias (también silencios administrativos muy displicentes, para ser plenamente sinceros). No negaré que la rabia de tantos desdenes la había engordado leyendo, allá en la parda meseta, las sucesivas entregas de «Barataria», que cada semana exaltaban una «gran esperanza blanca de nuestras letras» y me manchaban de resentimiento, puesto que yo era un escritor inédito, un talento nonato, una esperanza negra y desfalleciente que no podía competir con los principitos de «Barataria». No negaré, en fin, que fueron muy humillantes aquellos años de escrituras desveladas y horas robadas al estudio en los que -a medida que se sucedían las cartas de rechazo de las editoriales- me fue creciendo un rictus de amargura, como a otros les crece el bigote, que procuraba disimular con una sonrisita alevosa y sardónica, según el recurso más socorrido del fracasado cuando quiere dárselas de cínico.

El roce hace el cariño

Así hasta que comprendí que las editoriales de relumbrón no iban a publicar un libro de cuentos a un escritor primerizo y mesetario que ni siquiera era nocillero, ni practicaba la estética «transgender», ni escribía paridas disfrazadas de poesía tuitera; así hasta que, harto de coleccionar nones, probé suerte con editoriales independientes que, por aquellos años, al abrigo de la bonanza económica, florecían como setas en el bosque, casi siempre engalanadas de exquisitez y refinamiento, aunque muchas de ellas resultaran a la postre trampas para incautos dispuestos a costearse la edición a cargo de sus ahorros. Cuando me llamaron de la recién fundada editorial Astrágalo, que apenas contaba en su catálogo con media docena de títulos, había perdido ya casi por completo la confianza en mis dotes y, acuciado por las amonestaciones paternas, empezaba a considerar seriamente la posibilidad de presentarme a unas oposiciones a bedel de instituto. Pero aquella llamada imprevista reanimó «in extremis» el rescoldo de mi agostada vocación; y, sin preocuparme en averiguar si Astrágalo era una editorial seria o tan sólo un reclamo para incautos, acordé con su responsable, Ramiro Cifuentes, citarnos en Madrid para firmar el contrato y establecer los plazos de mi debut, que no fue prodigioso, ni tan siquiera halagüeño, por mucho teatro y jeribeque que le echáramos al título. Al menos hasta que Octavio Saldaña entró en escena y propagó las bondades del libro.

Pero antes de que Octavio Saldaña me sacase del anonimato ocurrió otro hecho en mi vida que conviene calificar de prodigioso y halagüeño, a diferencia de mi debut literario, que fue conocer a Paloma del modo providencial o azaroso que luego, cuando se tercie, contaré. Fue Paloma la que me propuso quedarme en Madrid unos pocos días, mientras me arreglaba con mi editor, ocupando una habitación en su apartamento que acababa de quedar vacía. Fue Paloma la que, cuando le advertí que no estaba seguro de poder pagar regularmente el alquiler de la habitación (en realidad estaba seguro de que no podría pagarle ni un céntimo), me dejó vivir de gorra. Y fue Paloma, en fin, la que me fue enamorando sin que yo me diese cuenta, porque el roce hace el cariño y ella era la mujer más digna de ser amada que yo hubiese conocido (a veces un poco expeditiva, y hasta con sus ramalazos marujiles, pero digna de ser amada siempre), a pesar de que no se mostrase especialmente interesada por la literatura, y menos aún por sus cultivadores. Paloma odiaba los saraos literarios (como en general todos los conciliábulos y cabildeos de gente esnob), de modo que renuncié, por no hacerla de menos, a frecuentarlos durante los días en que ella estaba en Madrid.

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