El conde Harry Kessler (París, 1867 - Lyon, 1937)
El conde Harry Kessler (París, 1867 - Lyon, 1937) - La Vanguardia
LIBROS

Memorable Kessler

El conde prusiano Harry Kessler fue un hombre de mil caras: escritor, escenógrafo, editor, militar. Su «Diario», que abarca de 1893 a 1937, es el testimonio más completo de la aristocracia europea marcada por la Gran Guerra

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Fueron los alemanes quienes en los albores del arte románico construyeron, con ruedas y péndulos, los primeros relojes mecánicos, herramienta implacable del tiempo que pasa. Aquellos relojes serían los primeros síntomas de un nuevo espíritu que se haría sentir, día y noche, en las innumerables torres y campanarios que poblaron Europa. Con la medición del tiempo llegaron nuevas y transformadoras expresiones culturales: nació el diario, por ejemplo.

Apenas hemos reflexionado seriamente sobre la relación entre la aparición del reloj mecánico y el diario, pero ambos llegaron de la mano, uno midiendo el paso de las horas, el otro las experiencias que las acompañaban. Su latir es el latir del tiempo y el diarista, refugiado en sí mismo, se concentra para expresar su identidad a través de la vivencia de lo cotidiano.

En algunos casos, sin embargo, la escritura diarística se constituye además como anclaje existencial de una vida más o menos errática y necesitada de apego. Es decir, que no solo el tiempo sino el espacio, los espacios, pautan su discurrir creando una confortable impresión de permanencia. También al lector, quien de la recurrencia de motivos y escenarios a lo largo de las notas va extrayendo una imagen del diarista al que lee.

Escritura inédita

Ahora, un nuevo y fascinante diario se ha puesto en circulación entre nosotros. Me refiero al escrito a lo largo de casi cuarenta y cinco años por el conde Harry Kessler (París, 1867-Lyon, 1937). Uno de los hombres más cosmopolitas de su tiempo y un atractivo representante de la aristocracia europea desaparecida de la escena internacional con la Gran Guerra. Las ediciones del periódico «La Vanguardia» nos permiten acceder a una escritura inédita hasta ahora en castellano (nada de Kessler fue traducido anteriormente, aunque su figura aparece en la novela de Jorge Volpi «En busca de Klingsor», y de la edición inglesa del «Diario» han escrito J. F. Yvars y Antonio Muñoz Molina).

El historiador José Enrique Ruiz-Domènec es el responsable de la magnífica y cuidada edición, a partir del diario original, traducida maravillosamente por Raúl Gabás. La versión íntegra consta de unas 6.000 páginas (a falta de la publicación de un volumen, el de los primeros años, hallado casualmente en una caja de seguridad de un banco de Palma de Mallorca), escritas en alemán en su mayor parte, y comprende un largo espacio de tiempo, de los 14 años hasta pocas semanas antes de morir, cumplidos los 70. Está depositado en el Deutsches Literaturarchiv, ubicado en Marbach am Neckar, la ciudad que vio crecer a Schiller.

El rotundo imperio de la estética en la vida de Kessler sufre un colapso con el estallido de la Primera Guerra Mundial

Sin haber leído más que la sustanciosa antología preparada por Ruiz-Domènec, pocas dudas caben de que Harry Kessler percibía su existencia como un recorrido de la conciencia; con ello no quiero decir que esa percepción agotara el sentido de su vida, pero tanto su autobiografía, «Gesichter und Zeiten» (1932), traducida al francés con el título «Souvenirs d’un Européen: de Bismarck à Nietzsche» (Plon, 1936), como la regularidad con que mantiene su «Diario» ponen de manifiesto la «ansiedad autobiográfica» (la expresión es de J. F. Yvars) del aristócrata prusiano, consciente de sus plurales capacidades y vivencias: escritor, escenógrafo, editor, mecenas, militar, diplomático… Tal vez no haya un testimonio más completo de la aristocracia europea finisecular.

El punto de inflexión de la escritura lo marca el año de 1914. Hasta entonces el «Diario» del apuesto, exquisito y me temo que distante Harry Kessler es la expresión quintaesenciada de una actitud frecuente en la sociedad alemana, como es y ha sido la de valorar la cultura muy por encima de la política. Años después Norbert Elias (en su ensayo «Los alemanes») o Wolf Lepenies (en «La seducción de la cultura en la historia alemana») analizarían dicho fenómeno tomando a Goethe y a Thomas Mann como las referencias fundamentales de ese modo de entender el mundo (en el que encajaría perfectamente Stefan Zweig). Su ensimismamiento en los altos valores del espíritu podría explicar, según ambos autores, el auge del nazismo que creció a sus pies ante una relativa indiferencia.

Tres lenguas

También para Kessler la cultura lo será todo y más allá de su cosmopolitismo (nació en París, hijo de una aristócrata inglesa y un banquero alemán, y dominaba las tres lenguas), y de que toda su vida sea un ir y venir constante entre París, Berlín y Londres, su sentir es alemán y su ideal político seguirá fiel en lo más íntimo al espíritu de Weimar. De modo que el tema dominante en su «Diario», hasta 1914, es el arte.

Deducimos una rutina que Kessler adapta a cualquiera de las ciudades en las que vive: por las mañanas visita algún museo o el taller de cualquiera de los muchos artistas con los que tiene trato y a los que más o menos financia. Sus recorridos por los museos suelen tener un objetivo: estudiar la tela de « El matrimonio Arnolfini», de Van Eyck, comprobando que la cofia blanca de la esposa está impregnada de sombras azules; centrarse en las naturalezas muertas de Velázquez; observar que Turner fue quien descubrió la luz del cielo…

Sus anotaciones siempre son agudas, algunas resultan asombrosas (las que hace sobre la democracia y la riqueza, por ejemplo, o sobre la cultura inglesa) y aprendemos a mirar cómo mira Kessler: libre de prejuicios. El conde debió de ser un buscador de impresiones profundas y con ese estímulo visita a Verlaine en su modesta habitación parisina, se impregna de la «joie de vivre» del escultor Aristide Maillol o ve, preocupado, cómo a Edvard Munch se le llevan el caballete en el que está pintando su retrato, por deudas. O bien queda seducido por el astuto Diaghilev y diseña escenografías para sus ballets rusos.

Kessler seguía la misma rutina en todas las ciudades en las que vive: por la mañana visita un museo o el taller de un artista

Ese rotundo imperio de la estética en su vida sufre un colapso con el estallido de la Gran Guerra. Kessler ya no será el mismo y a partir de entonces, y hasta el final, el conflicto bélico y la política se abrirán paso a codazos adquiriendo un protagonismo absorbente. Al igual que le ocurre a Ernst Jünger, a partir de 1914 verá a franceses, ingleses o belgas con frialdad, como enemigos, y creerá firmemente en la superioridad prusiana. Sin embargo, la derrota militar en 1918 y el funesto Tratado de Versalles transforman el escenario geopolítico por completo y Kessler comprende que comienza una época terrible para Alemania: «Todos los indicios auguran un incesante crecimiento del nacionalismo entre nosotros», escribe en enero de 1920. No pudo tener más razón.

La selección del «Diario» incluye las anotaciones del conde en su viaje a Barcelona en 1926 y da cuenta de su declinar, definitivo después del «crack» de 1929, cuando perdió su fortuna. «Mueren todas las alturas», anotó. Kessler moriría arruinado y con la única compañía próxima de su hermana, Wilma de Brion. Su exlibris decía «und doch» («y sin embargo»). Y sin embargo… sí, todo está abierto al cambio luminoso, al matiz, al reparo, al revés. Y sin embargo, el prodigio de la existencia. Memorable Kessler.

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