Historieta de Mecáchis (tinta sobre cartulina), publicada el 20 de mayo de 1893 en Blanco y Negro
Historieta de Mecáchis (tinta sobre cartulina), publicada el 20 de mayo de 1893 en Blanco y Negro
COLECCIÓN ABC

Mecáchis, pionero de nuestra historieta

Eduardo Sáenz Hermúa, Mecáchis, probó suerte con el teatro, la poesía, la pintura y la escultura, pero tuvo éxito como jornalero del dibujo: publicó cerca de 1.500 en la revista Blanco y Negro

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Es emocionante repasar cómo se fue gestando el novedoso lenguaje de la historieta en nuestro país en el último tercio del siglo XIX. De forma titubeante, y a menudo con claras influencias de maestros europeos en aquel nuevo medio, fueron varios los autores españoles a los que podemos considerar pioneros: José Luis Pellicer, Apel·les Mestres, Ramón Cilla, Ángel Pons, Joaquín Xaudaró… O Mecáchis, entre otros.

Este último, al que el genial dibujante Jan homenajea cada vez que su Super López repite esa exclamación, se llamaba Eduardo Sáenz Hermúa (Madrid, 1859-1898) y fue, de entre todos, uno de los más inquietos.

Empezó estudiando Medicina, pero abandonó la carrera antes de terminar para probar suerte en el mundo de las Bellas Artes. Y en tanto confiaba en llegar a ser reconocido como pintor, probó fortuna como dibujante humorístico. Todo parece indicar, aunque son bastantes las lagunas que tenemos sobre él, que su debut se produjo en las páginas de la revista republicana La Broma con veintidós años, en las que también colaboraba Ramón Cilla, posiblemente el dibujante más estajonovista de nuestra Historia. Pero, como le pasaría a lo largo de toda su vida, Mecáchis sentía que se veía abocado a hacer trabajos que, más allá de la siempre escasa retribución económica, carecían de interés para su temperamento dinámico, como le siguió sucediendo en sus colaboraciones para Madrid Cómico, la celebérrima publicación que, hasta la aparición de Blanco y Negro, fue una de las más leídas por la burguesía. De modo y manera que, en 1884, fundó y dirigió la notabilísima publicación La Caricatura, en la que decidió decantarse más por el dibujo que por la letra.

Usos de la burguesía

En aquellas páginas apostó a veces por la historieta seriada y, tras un relato en nueve viñetas en el que prescindía totalmente de texto («Piensa mal y ¿acertarás?»), nos legó dos hitos de nuestra historieta: «El día de la boda», en 1885, y «El aguijón de los celos», en 1886, en los que, no teniendo que responder más que ante sí mismo, hizo gala de su penetrante sentido de la observación sobre los usos y maneras de una clase burguesa con las que estaba plenamente familiarizado, así como de su capacidad para construir tipologías que el lector reconocía inmediatamente y, sobre todo, para jugar con una variedad de planificación que venía a romper con muchas convenciones canónicas de este medio todavía en mantillas.

Solo es comparable con aquellas propuestas la serie que hizo posteriormente para el semanario Don Quijote, y que los historiadores tienden a olvidar, titulada «Los jueves de los señores de Vinagrillo».

Su salud quebradiza no le impidió trabajar para un sinfín de medios. Murió joven y pobre

El problema residía en que sus verdaderas pasiones seguían siendo la pintura, que solo practicaba en algunos de sus paseos o cuando salía a cazar, y, ahora cada vez más, la dramaturgia. Y aunque tuvo cierto éxito popular con varias de sus obras teatrales (entre las que destacamos Sol, Tila, Fígaro, Pajarón o Los chicos), ninguna de ellas consiguió liberarle de su condición de jornalero del dibujo, acuciada ahora por el hecho de tener que atender a las necesidades de una familia con tres hijos (Elena, Eduardo y Juan José), y no cinco como a veces se ha dicho, a los que se refería como «los Mecachines pequeños».

Probó suerte con la poesía, con la literatura festiva (ahí están sus Cartas domingueras para La Correspondencia de España, por ejemplo), con la escultura (en una variante jocosa) y hasta con la fotografía, cuyas posibilidades le entusiasmaban, y a la que sacó partido para algunas caricaturas en las que se valía del gouache para deformar instantáneas. Hasta fue pionero de la historieta fotográfica, como podemos comprobar por una página que conserva el Museo ABC, en la que los modelos son sus propios hijos.

Pero el hecho de mantener un cierto estatus social (era la criada quien llevaba sus originales a las publicaciones) le empujó a multiplicarse en trabajos alimenticios para un sinfín de medios, más de una veintena, en los que, con irregular fortuna gráfica, iba malgastando las fuerzas y, a partir de un momento dado, su quebradizo estado de salud.

Destellos de genio

Solo en Blanco y Negro, donde fue uno de sus colaboradores fundamentales entre 1892 y 1898, con el lapso de 1895, publicó cerca de 1.500 dibujos, que hoy se conservan en su colección, si bien habría que precisar que muchos de ellos son pequeñas obras para jeroglíficos y charadas carentes de otro valor que no sea el de observar su tránsito de un estilo a otro sin que su genialidad aparezca más que en algunos destellos, a menudo más de índole técnica y al servicio de un caricaturismo político que le interesaba bien poco.

Parece, no obstante, que nunca perdió el humor, a tenor de cómo ríe en una foto que se hizo a sí mismo y que publicó Blanco y Negro junto a un artículo de Luis Royo Villanova a propósito de su deceso, a los treinta y nueve años, pobre hasta el punto de que los amigos hicieron una colecta para ayudar a la viuda. Allí, el escritor recordaba un viaje que habían hecho los dos a Bilbao y las dificultades con que se encontró para cerrar el balcón de la fonda en la que habían tomado un cuarto. Royo le pidió ayuda diciéndole que no entendía aquella cerradura, a lo que Eduardo le respondió: «¿Cómo la ha de entender usted si estará en vascuence?».

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