Nélida Piñon - Desde la otra orilla del Atlántico

El jubileo del arte

La escritora brasileña se suma al aniversario de nuestro suplemento con esta reflexión sobre el arte, la ética y la estética

Nélida Piñon
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Vivo en Río de Janeiro y tengo el Atlántico como vecino. Con el océano a mi alcance, a veces fantaseo con estar a la orilla de otras civilizaciones que vencieron los vientos alisios para atracar en Brasil. Desde la infancia, por orientación de mi madre, Carmen, creía que era fácil llegar a España y desembarcar en Vigo o en el río Guadalquivir, donde en el pasado los caballos de Isabel y Fernando esperaban que Hernán Cortés comunicase, por fin, que las tierras de la futura América ya les pertenecían.

Desde esta ciudad brasileña lucho por ser provinciana y cosmopolita, que es la conjunción ideal. Así, acompaño las peripecias del mundo y sé cuándo es el momento de celebrar los hechos históricos.

Como ahora, que el suplemento cultural del periódico ABC, donde publico una crónica una vez al mes, conmemora sus bodas de plata. Y es que, veinticinco años dedicados a la creación literaria y al debate de las ideas en tiempos turbulentos y confusos valores estéticos, se merecen que le dé voz, dentro del ecosistema literario, a los saberes civilizadores.

El arte nunca peca

Con motivo de esta efeméride, me siento tentada a proclamar mi fe en ciertos mandamientos culturales. Me armo de valor y confieso que el arte, a mi juicio, nunca peca. Desde tiempos inmemoriales, su moral ha bordeado el abismo de la conciencia y la profundidad del lenguaje, y ha salido ileso. El arte, encaminado a desgobernar los preceptos sociales, se amotina contra los estatutos autoritarios y restrictivos. No acepta que domen las pasiones inherentes a su naturaleza intrínseca o que le impidan navegar por los mares seductores de la imaginación.

La narrativa, sin embargo, mi patria mayor, es un arte que se ha extendido. Su construcción mental, siempre al servicio del entendimiento humano, explica cómo momentos constitutivos de nuestra trayectoria civilizadora pueden concentrarse en un simple papiro inmerso en las tinieblas de los milenios.

Me anima pensar, inspirada en esta fecha, que el arte, de esencia altanera, oriundo del abismo del inconsciente y de los saberes, no acepta tutela del Estado ni certificado ideológico. Su soberanía rechaza árbitros tiránicos, expurgos, censuras odiosas. Exige que al creador le quepa, únicamente, iluminar los fundamentos poéticos del verbo y establecer paradigmas y designios secretos para la narración. Una acción de la que deriva la estética que, ceñida al humanismo, refleja su transgresión inventiva. Con el sabio impulso de arrastrar en su verbo creador una ética capaz de inhibir, con su interferencia sutil, los excesos de la voracidad humana.

El arte, encaminado a desgobernar los preceptos sociales, se amotina contra los estatutos autoritarios y restrictivos

Conjugadas, entonces, estética y ética dan curso a la defensa de los intereses de una sociedad expuesta al mal absoluto. Unidas, ambas reflejan la pujanza de lo real, interpretan los códices del pensamiento, los acordes musicales, el alimento, la palabra. El primoroso conjunto sin el que no sabemos quiénes somos.

La estética, con todo, es superior. Parte visible del arte, matriz que siembra la discordia y modela las conductas humanas, es difusa, inconsútil, arcaica, carnal, mística, trascendente, arqueológica, moderna, tradicional. Bajo los auspicios de la argamasa verbal, la estética oscila entre lo benigno y lo insidioso. Y siempre que se halla en la inminencia de naufragar ante los subterfugios del propio arte, acaba sometiéndose al insensato e inquieto corazón humano.

Es obligado reconocer que los fundamentos indisciplinados del arte advienen del caldo de la experiencia vivida y de la exacerbación del caos. La creación responde, por tanto, a la lengua, a la cosecha de patatas, a la atracción cósmica. Y, además, debido al inventario de lo cotidiano, al pan duro, al oro, a las diferentes maneras de amar y odiar.

Fuente de vida

El arte, no obstante, generalizado, esté donde esté, suscita alborozo. Desde la antigüedad ha atravesado el ápice de la tragedia griega, el panteísmo de explosión feérico que sometía a los hombres al beneplácito de los dioses, hasta la llegada del discurso revolucionario de Cristo. En el transcurso de semejante gesta, mientras su temperamento poético exaltaba lo sagrado, lo profano, la carne abrasiva y licenciosa, su naturaleza esencialmente espuria no ha dejado de sentir celos de sus desvaríos, de traducir indistintamente los pueblos y las civilizaciones habidas.

Pero, ¿de dónde proviene semejante fuente de vida? ¿Acaso desde el inicio el mundo? Si fue así, consiguió un salvoconducto con el que accionó el repertorio de las ideas y los hechos. Razón de la humanidad para serle grata. Yo, por ejemplo, siempre a su sombra, usufructuaria de la escritura, he heredado favores, he aprendido a refutar nociones paradisíacas y a erradicar falsas reconciliaciones. Consciente, claro está, de que el arte es mercurial, sublime, nefando, y de que carga en su privilegiada barriga metáforas, fabulaciones, sentimientos inaugurales. Admirable arsenal con el que inyecta en el espíritu creador de su rebaño artimañas anímicas, sobre todo la semilla de la inquietud y de la inconformidad.

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