Una escena de «La gran apuesta»
Una escena de «La gran apuesta»
CINE

Inteligencias inhumanas

«La gran apuesta» narra una historia tan familiar como cruel. Habla del despiadado mundo del dinero y sus especuladores del que la Historia del cine ha dado buena cuenta

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Según John Steinbeck, el socialismo jamás cuajó en Estados Unidos porque allí los pobres nunca se han visto como proletarios explotados sino como millonarios con dificultades. Aceptar esa idea conlleva aceptar un tipo de triunfalismo social cuyo origen posiblemente esté en nuestra insaciable necesidad de ilusiones, aunque Sigmund Freud le hubiese predecido un incierto porvenir a quienes sueñan en exceso. Yo, sin embargo, no creo que el problema consista en soñar sino en que alguien manufacture nuestros sueños, como han hecho los políticos, banqueros, empresarios, constructores y economistas, vendiéndonos imágenes de un mundo que no existía y borrando mientras tanto el que teníamos. Cuando convertimos a simples gestores en adivinos, arrojamos los dados en una mesa cualquiera de Las Vegas creyendo que tenían los poderes de George Lucas para romper los récords de taquilla con cada episodio de «La guerra de las galaxias» y para hacernos un hueco a cada uno de nosotros en el reparto.

David Mamet no se habría andado por las ramas y nos habría llamado a todos pardillos por haber invertido los ahorrillos en la nada y así haber ayudado a cavar nuestras tumbas, esperando que al fin la suerte se repartiese de manera global. En su película « El último golpe» (2001), Danny DeVito soltaba un inquietante axioma: «Todo el mundo quiere dinero, por eso se llama dinero». O dicho de otra forma: vivimos una época de consumismo zombi en la cual vamos de compras aunque no tengamos un euro en el bolsillo o nos pasamos las horas muertas fantaseando ante ofertas «online» que nunca compraremos; y eso cuando no nos paseamos por Beverly Hills soñando con comprar algún día una parcela donde construir nuestra casita, un poco más humilde pero a la sombra de las grandes mansiones de los famosos. Y mientras tanto el tiempo envejece deprisa, en palabras de Antonio Tabucchi.

He de reconocer, sin embargo, que la mía ha debido de ser la generación más fácil de triturar para la maquinaria capitalista, porque crecimos con «La guerra de las galaxias», que –como dijo el productor Rick McCallum durante el lanzamiento de su edición especial en 1997– «educó a los espectadores haciéndoles creer que cualquier cosa es posible y realista al mismo tiempo».

Reproches

Contemplando el desastroso paisaje social que ha diseñado la crisis podríamos asumir nuestra parte de culpa si no fuese porque la mayoría de nosotros no somos expertos en economía y porque apenas entendemos las alzas y las bajas que tan bien parecían entender los «brokers» y charlatanes a quienes se permitió jugar con nosotros sin la intervención del gobierno. Es cierto que ahora se nos pide que seamos bomberos o jueces aunque no estemos preparados para llevar a cabo esas tareas, y quizás también se nos supone más conocimiento a la hora de invertir, por mucho que no se nos enseñe nada al respecto durante nuestra escolarización obligatoria. Lo cruel del caso es que, tras la debacle, el Séptimo de Caballería haya llegado tarde como siempre y solo lo haya hecho para reprocharnos nuestro ignorante arrojo al invertir en preferentes o comprarnos casas que no nos merecemos. Nadie más asume responsabilidades, por no haber visto, por no haber intuido, por no haber controlado otra cosa que no fuera nuestra tributación anual.

Un clima así –y discúlpenme si me pongo solemne– el cine solo lo puede reflejar a través de una parodia salvaje como « El lobo de Wall Street» (2012, Martin Scorsese) o a través de la cruel abstracción de « La gran apuesta» (2015, Adam McCay), donde no nos vemos a nosotros mismos sino a quienes juegan con nuestro dinero y nuestros intereses, mostrando inteligencias tan sobrehumanas como inhumanas, capaces de ganarlo o perderlo todo con la misma facilidad, de hacer fortunas especulando y engañando, sin que nuestros sistemas de seguridad (llámense el gobierno, el Banco Central Europeo o el Fondo Monetario Internacional) muevan un dedo hasta que la situación llega a su límite natural y explota.

Tras las imágenes de la película hay imágenes escalofriantes de la realidad

«El lobo de Wall Street» venía a contarnos de qué manera y quiénes generan una crisis, y «La gran apuesta» –que es todavía más sangrante– nos cuenta cómo existen cerebros capaces de preverla y sacar un enorme provecho de ella. Viéndolas, es difícil resistirse a su poder de seducción (visual en el caso de la película de Scorsese y dialéctico en el caso de la de McCay), aunque al mismo tiempo sea difícil no sentirse ofendido por el excepcional trabajo de sus intérpretes (en la primera Leonardo DiCaprio y Matthew McConaughey, y en la segunda Christian Bale, Ryan Gosling, Steve Carell y Brad Pitt), en papeles que demuestran cierto grado de compromiso al menos en la misma medida en que les proporcionan más comercialidad a sus películas.

Soy consciente, no obstante, de que el trabajo de esos magníficos actores no consiste únicamente en hacer dinero, consiste además en despertar algún tipo de reflejo en el espectador. Por desgracia, tengo la impresión de que al final lo que de verdad importará es si ganan un Oscar para mantener la vida comercial de sus películas, como si en el fondo lo único relevante fuesen la celebridad y las cifras. Reconozco que, en ese sentido, comparto en alguna medida aquel recelo de Roland Barthes cuando rechazaba « Saló o los 120 días de Sodoma» (1976, Pier Paolo Pasolini) porque convertía el fascismo en una fantasía.

«La gran apuesta» se basa en el libro homónimo de Mark Lewis, un «best seller» publicado en 2010 donde se contaba cómo una serie de personas fueron capaces de prever la crisis, apostar grandes sumas contra el mercado cuando lo creyeron conveniente, y hacerse así más ricas de lo que ya eran, a costa de una burbuja inmobiliaria que un poco después provocaría desahucios, EREs, cierres de empresas, desempleo, recortes, precariedad y otras cosas aún más dolorosas. Bastaría con echarle un vistazo al contador de Google Trends para darse cuenta de que solo en agosto de 2005 se colgaron en la red más de 1.600 textos que predecían la catástrofe, a los cuales nadie les dio demasiado credibilidad.

Tras la película

Algo así podría invitarnos a pensar que la película es la crónica de una catástrofe anunciada, en la que todos los personajes parecen narcotizados o demasiado ensimismados como para actuar de forma correcta; pero no. Brad Pitt, por ejemplo, se encarga de recordarle a dos jóvenes ambiciosos que la fortuna que acaban de hacer en un golpe de suerte se la deben a miles de personas que muy pronto se verán sin hogar y en unas circunstancias lamentables. Y unos insertos en foto-fija nos recuerdan que lo que acabamos de ver no es una simple broma cinematográfica, porque detrás de las imágenes de la película hay imágenes escalofriantes de la realidad en las que vemos a familias recogiendo sus pertenencias y montándose en un coche con rumbo incierto, a jóvenes a los que ya no podremos convencerlos de que les aguarda un futuro prometedor, etcétera. Esas imágenes finales de «La gran apuesta» se convierten en una apreciable ficción en « 99 Homes» (2015, Ramin Bahrani), donde un desempleado que acaba de perder su casa comienza a trabajar para el especulador que lo ha desahuciado, en un extraña variante del síndrome de Estocolmo.

Mercedes Álvarez sugería en « Mercado de futuros» (2011) que el capitalismo comercia con nuestros sueños, con el lenguaje y con el futuro. Sin necesidad de hacer uso de la dialéctica ininteligible de los economistas, sus imágenes se dejan llevar por las derivas del ensayo fílmico, entre la poesía y la prosa, para acercarnos a ese mundo de ciudades clonadas, barrios fantasma y espacios vacíos donde se amontonan nuestros sueños desde hace tiempo. Jugando con los trampantojos, la película nos recuerda que nada es lo que parece, ni siquiera en la realidad (o en la realidad menos que en ninguna otra parte). Creemos estar en El Caribe pero estamos en Murcia, nos piden que cerremos los ojos pero que veamos, nos dicen que vendamos pero para comprar... Y todo el mundo obedece menos un resistente, un vendedor que acude regularmente a un mercado de antigüedades aunque se niegue a vender los objetos que tiene en exposición, quizás porque sabe que quien se desprende de su pasado ya no tiene posibilidad de llegar vivo al futuro.

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