Mural en una calle de La Habana: la efigie de Ernesto Che Guevara pintada sobre la bandera de Cuba
Mural en una calle de La Habana: la efigie de Ernesto Che Guevara pintada sobre la bandera de Cuba
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El Che, un icono deslumbrante

Antonio Escohotado publica hoy el tercer y último tomo de «Los enemigos del comercio» (Espasa), ciclo ensayístico sobre el origen y desarrollo del movimiento comunista. Ofrecemos un extracto del capítulo dedicado al Che

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«Era preciso servirse de triquiñuelas para avivar aquel odio que el paso del tiempo había ido desgastando, a fin de que los ánimos se exacerbasen con algún nuevo motivode cólera».

Tito Livio, Anales

Desaparecido Stalin en 1953, y remoto aún Mao para los occidentales, la causa anticomercial sigue disponiendo de apoyos literarios abundantes pero anda corta de carisma personal hasta entrar en escena el argentino Ernesto Guevara (1928-1967), un hombre vestido sempiternamente de militar en campaña que fascina al mundo en el quicio separador de los años cincuenta y sesenta, cuando capitalismo, comunismo y subdesarrollo acaban de consolidarse como bloques. Entre los países que integran el de No Alineados algunos son «Ancien Régime» -como Irán, Arabia Saudita o Jordania-, otros resultan ideológicamente tibios, como la India, y otros -en particular el llamado Grupo de los Seis y la Indonesia de Sukarno- se presentan como «Estados revolucionarios». En ese horizonte su figura encarna al paladín del Tercer Mundo, condenado a luchar contra la usura del Primero y la «tacañería» del Segundo representado por la URSS y sus satélites. Hay razones para poner en duda lo segundo, sobre todo en su personal caso, porque el bloque soviético nunca disfrutó de superávits y Guevara administró durante años una ayuda sin parangón, pagada por la URSS con privaciones.

Además, aunque renovase el estilo de las críticas al mercado, era heterodoxo decir que la conciencia de clase «pura» no residía en el obrero industrial, sino en una alianza del guerrillero/intelectual y el labriego llamada a conquistar el medio urbano viniendo del campo.

LA GENERACIÓN DE LA AFLUENCIA. Sin perjuicio de ser uno de los hombres más apuestos de su tiempo, tanto al sonreír como pensativo, la frente del Che se abombaba marcadamente sobre las cejas, como en cráneos del «Homo neanderthalensis», aunque el cabello largo y despeinado, o la boina, desdibujasen a veces el pico de viuda adherido a esa morfología. Algunas fotos suyas -en particular una de las obtenidas por A. Korda en 1960- quedaron como símbolos de plenitud varonil en la primera madurez, y la de su cadáver con los ojos abiertos es la efigie prototípica del Cristo rojo, que en muchos hogares sería un icono venerado con velas siempre encendidas. Siendo muy joven, en una carta a sus padres, menciona «una voluntad que pulí con delectación de artista» -para compensar, entre otras flaquezas orgánicas, un asma crónica-, puesta a prueba inicialmente con un largo viaje en motocicleta por Iberoamérica culminado en una leprosería de Iquitos, donde se condujo como un santo ebionita.

Comparado con el luxemburguismo o el trotskismo, el guevarismo no es tanto una construcción teórica como una actitud, que se consideró «revolución en la revolución», y dotó de causa al carente de ella -representado entonces de manera paradigmática por James Dean-, repartiéndose luego entre uno y otro los frutos del baby boom de posguerra. Dean vacilaba sobre qué hacer con su tiempo, y cuando no se sentía confusamente molesto con todo alternaba ternura y melancolía. El Che empleó gran parte del tiempo limpiando su fusil y dando órdenes, pero solo él fue «mucho más admirado que cualquier otra persona del mundo», según indica una encuesta de la revista «Fortune» entre estudiantes norteamericanos a principios de 1968. Por más que ellos -y el propio SDS- no pudieran seguirle en su rechazo de la propiedad privada y el comercio, la juventud radical vibró con su opción de «ser realista, exigiendo lo imposible», y nadie dejó de entender que esa apuesta comprendiera reveses como volver del Congo abatido, obligado a integrarse humildemente en una patria adoptiva o encontrar nuevos campos de batalla.

Los Castro le parecen «burgueses de izquierda», pero queda prendado por la «fuerza telúrica» de Fidel

Esa alternativa intemporal del guerrero coincidió, por lo demás, con una revolución en el empleo del tiempo apoyada sobre un salto de productividad, que amplió exponencialmente la higiene y el acceso a la educación superior, disparando a la vez la industria del entretenimiento. La obra de arte había entrado en la era de su reproducción técnica ( Benjamin), y los hijos de progenitores con alguna capacidad adquisitiva oyeron los tambores de guerra mediados por el desahogo, viendo en la austeridad y la disciplina moldes asfixiantes e insalubres. Reclamaron libertad rechazando pactos con la hipocresía, movidos, como decía Marcuse, por una penuria que a fuerza de ser desconocida parece absurda, y la primavera de 1967 exhibe sincronías como las primeras escaramuzas de Guevara en Bolivia y un disco de platino para el grupo The Doors, cuyo cantante desgarra la voz al gritar: «Queremos el mundo, y lo queremos ¡ahora!».

El Presidium de la URSS empezó viendo en esas coincidencias una conversión tan masiva como imprevista de la juventud occidental, sin perjuicio de echar en falta desde el principio «abnegación y orientaciones estables». Al igual que en los años veinte, el único puente entre un lado y otro del telón era un común aprecio por la estética revolucionaria, y el inestimable servicio del Che a la causa será en primer término prestar sus respetos a un Mao rechazado por Kruschev, contribuyendo decisivamente al prestigio del maoísmo, y en última instancia ofrecer al movimiento la pasión y muerte de un redentor, cosa desconocida desde Babeuf, un héroe mucho menos atractivo y publicitado. Amputadas quirúrgicamente -no de un hachazo-, sus manos disecadas se custodian hoy en el Palacio de la Revolución cubano como principal reliquia del Hombre Nuevo.

LA FORMACIÓN DEL HÉROE. Primogénito de dos linajes cívicamente distinguidos, Ernesto Guevara de la Serna aprendió marxismo de niño con su madre, que era una militante sin «tentaciones oportunistas», y lejos de sorprenderse con la pobreza de Iberoamérica, sus «Diarios de la motocicleta» le muestran selectivamente orientado a «inhalar atentamente la miseria». Dos años antes de lanzarse con un amigo a ese viaje, había empezado a estudiar ruso, pues «pertenezco a los que creen que la solución de los problemas del mundo está tras la llamada Cortina de Hierro». En 1953, la muerte de Stalin le conmueve como una pérdida irreparable, y jura ante una foto suya «no descansar hasta que los pulpos capitalistas sean vencidos», cuando vive ya en la Guatemala de Árbenz, un devoto socialista cristiano que acabará ingresando en el Partido ruso. Poco antes comenta a un camarada: «No puedo ser religioso porque soy comunista», si bien «el guerrillero es el jesuita de la guerra». La ocasión de demostrarlo llega cuando conoce en México a los hermanos Castro, que planean derrocar al dictador Batista con una guerrilla.

Le parecen «burgueses de izquierda» -como corresponde a seguidores de Martí, el nacionalista cubano-, pero queda prendado por la «fuerza telúrica» de Fidel, y verle receptivo al marxismo le mueve a no dudar nunca de su liderazgo último. Los años de guerrilla (1956-1959) mostrarán que tiene un sentido meticuloso y jerárquico de la disciplina, que le lleva a ejecutar personalmente a su primer desertor y a supervisar las mil quinientas ejecuciones consecutivas a la victoria, reconociéndolo así hasta en su alocución a la ONU, donde alega que «fusilamos y fusilaremos». Inicialmente impuso a sus subordinados una austeridad desconocida en las demás columnas -prohibiendo bebidas alcohólicas y cambios de pareja-, aunque el carácter cubano limitó finalmente sus restricciones a no comprar lotería

Convertido en cerebro del nuevo régimen, su trabajo se centra en seguridad y economía. Crea en 1960 el primer campo de trabajo para disidentes y desviados sexuales, y poco después los CDR (Comités de Defensa de la Revolución), sentando un control por barrios, edificios y plantas. Como ministro de Industria y presidente del Banco Nacional firma las expropiaciones de cubanos y no cubanos que provocan el embargo, lanzando un Plan Cuatrienal para industrializar a la isla que estatuye «los domingos solidarios del trabajo voluntario», una institución no del todo adaptada a la voluntariedad, pues el absentismo puede provocar la apertura de un expediente informativo. Nada le preocupa tanto como que la conciencia del trabajo sea «desprivatizada», contribuyendo con ello a crear «personas nuevas».

Si se tolerase una remuneración progresiva -más dinero por más trabajo, o más rendimiento-, como sucedía en Yugoslavia, Alemania Oriental o la propia URSS, «estaríamos metiendo de contrabando el capitalismo» y «alentando que la ley del valor determine las inversiones». El estímulo ha de ser una emulación espiritual, orientada a que «al son de cánticos revolucionarios, entre la camaradería más fraterna se cree la alta conciencia aceleradora del tránsito». En «El socialismo y el hombre en Cuba» observa que es preciso esquivar la «trillada tentación» de estimular el interés material.

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