«Estampa cinemática» (1927), obra de Maruja Mallo
«Estampa cinemática» (1927), obra de Maruja Mallo
ARTE

La Generación del 27 y sus dibujos modernos

Diez años después, Guillermo de Osma vuelve a hacerle un guiño a la Generación del 27, ahora, a través del dibujo

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Hace doce años, en esta misma galería, y comisariada por Juan Pérez de Ayala y Guillermo de Osma, se inauguraba una exposición memorable sobre la pintura y la Generación del 27. Inolvidable al menos por tramos, como en el caso de aquellos dos Ponce de León presentados entonces, que reaparecían tras detectivesca labor después de haber permanecido tantas décadas perdidos, y que todavía vibran en nuestra memoria.

La que ahora podemos visitar en torno al dibujo de la misma época no alcanza esas cimas, ni nos deslumbra con piezas tan extraordinarias, quizá porque la propia discreción de la disciplina lo evita, pero mantiene ese nivel erudito, distinguido y lleno de personalidad que caracteriza la labor científica de la galería.

No falta la poesía

En efecto, a lo largo de las dos salas, en abigarrado montaje con aires de gabinete decimonónico que le es propio, donde sobre fondo rojo oscuro incluso se sigue colgando aún con varillas, Guillermo de Osma consigue recomponer la atmósfera en torno a ese mundo de difícil delimitación -casi imposible-, que es una generación poética. Entre el antes del advenimiento de la Segunda República y el después de la Guerra Civil, vibró en el aire el esfuerzo de nuestros artistas y poetas por incorporarse a los avances más audaces de las vanguardias europeas, pero que como resultado obtuvo, en la mayor parte de los casos, una solución de compromiso: lo que se ha dado en llamar un «arte renovador», una voluntad modernizadora, una experimentación atemperada… Cuando no simplemente solecismos en el peor de los ejemplos. Y es que los que realmente consiguieron incorporarse a las corrientes más audaces salieron para no volver: Dalí, Miró, Picasso…

El arte español, caracterizado por su endémica excentricidad con respecto a los discursos culturales europeos, solventó una vez más en estas agitadas y emocionantes décadas su paso cambiado con cierta forma específica de hacer las cosas. Lo he dicho en numerosas ocasiones: si no resulta posible hablar de una vanguardia española nos queda de nuevo hacerlo de una modernidad «a la española», respaldándonos como siempre en aquello que históricamente ha definido a nuestra «escuela»: simplemente, lo que no es ni italiano, ni francés… Ni realmente moderno.

El dibujo, que por naturaleza se prestaría a dar testimonio no comprometido, no en firme, de la fugacidad y la rapidez con que se sucedieron los más radicales experimentos en la vanguardia, parecía el medio idóneo para testar hasta dónde calaron estos entre los nuestros. Los más ligados a la palabra, como Alberti, Lorca o De la Serna, curiosamente, van a llevar incluso ventaja con respecto a la mayoría de los plásticos puros en cuanto a libertad y desinhibición, lo mismo que ilustradores tipo Bagaría. Por lo demás, la estampa cinemática de Maruja Mallo ya merecería una visita a la exposición, igual que la pequeña pero estupenda selección de collages de José Caballero, Adriano del Valle o Alfonso Buñuel.

Pequeños tesoros

El resto compone un cielo estrellado donde cada pieza brilla menos por sí misma que por el fenomenal conjunto conseguido al reunirlas. La mayoría, es cierto, son literalmente deliciosas, un pequeño tesoro testimonial cercano a la firma, a la escritura o a la mirada fugaz: pero el dibujo de época cuenta con ello casi siempre, gracias a la intimidad que desprende con respecto a la mano y el proceso mental-procesual del artista. Pero piezas de alcance, como las ya señaladas -a las que cabría añadir las de Solana, Alberto Sánchez, Lekuona o los conjuntos de Ángeles Ortiz o González de la Serna- no las hay, y quizá no las hubo.

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