«The Innocents», adaptación de «Otra vuelta de tuerca»
«The Innocents», adaptación de «Otra vuelta de tuerca»
QUINTA ESQUINA

El fantasma intraducible

«The turn of the screw» («Otra vuelta de tuerca»), el clásico de Henry James, resulta, como todas las grandes novelas de la historia, una obra impenetrable

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Releo The turn of the screw, pieza sacra para la Nueva Crítica, en la traducción que Libros del Asteroide, bajo el título La vuelta del torno, con Carlos Manzano, Jackie DeMartino y Alejandra Devoto a los mandos, ha propuesto tras años de esfuerzo. Recojo las palabras de Juan Ramón Jiménez que sirven de colofón al texto a propósito de este oficio nunca alabado con suficiente constancia: «Traducir es triste y difícil», asegura el Nobel onubense, «aunque quiera uno hacerlo y lo haga por gusto propio, porque es irse uno matando a cada paso, haciendo el gusto de otros saliéndose del estilo propio, que no es sino el espíritu propio, para intentar vivir en el del otro. Intentar naturalmente.

Y siempre se queda uno rodeando el alma del otro sin penetrar en su centro, que es sólo suyo. Fuera de uno mismo», concluye el autor de La soledad sonora, «y fuera de otro».

Pocos libros han hecho correr tanta tinta interpretativa como el clásico de Henry James. Hermenéuticas dispares que se mueven entre el asombro y el ditirambo, el goticismo y la obra abierta, todas ellas parecen confluir sin embargo en un motivo común. Al lector se le ha impuesto un narrador, varios narradores en realidad, en cuya(s) palabra(s) no es sencillo creer. Concluido el libro, satisfecho el trámite de la atención y el arrobo de quien escucha, ¿qué le ha sido contado? Es como si no se pudiera confiar en la verdad de la historia. Y eso turba e incomoda. Estamos acaso asistiendo al trabajoso y dilatado parto de la novela contemporánea, cuya razón última de existir no es otra que refrendar la ausencia de un índice único de verdad, la falta de cualquier asomo de certidumbre. Ni siquiera los relatos son ya fiables. Ha muerto otro tipo de candor, el de la escucha dirigida a un fin. El propósito se ha desvanecido.

Hasta cuatro narradores, hasta cuatro narraciones organizan este delicado entramado de apariciones cenagosas, infancia expuesta y desolada sexualidad. Pieza capital del relato, la forma en que la trama se nos entrega, su sustantividad como motivo, es el muro maestro que soporta el edificio jamesiano. La trama es aquí una muñeca rusa, matrioska cuyo sentido se modifica cada vez que la siguiente figura ve la luz. La primera muñeca rusa es ese alguien sin rostro, edad ni atributos que anuncia que alguien llamado Douglasva a contar una historia de fantasmas en el entorno recogido y protector de los fuegos navideños. Esta voz imparcial, casi un demiurgo que observara apático los juegos de ciertas criaturas que hablan sin descanso, podría suponerse la más cercana al narrador que todo lo sabe, pero incluso esta afirmación resulta sospechosa. Douglas, la segunda muñeca rusa, es el narrador ante la hoguera, el brujo feliz de las leyendas, el dueño del relato por intercesión, alguien que en su juventud estuvo enamorado de la institutriz que protagonizará su narración. Premioso e imprescindible, Douglas significa con su mera presencia una novela que se nos ha hurtado: la de su relación con la institutriz, página en blanco que respira a lo largo del relato como un monstruo en la sombra. La tercera muñeca rusa es, por descontado, la almendra prometida desde el comienzo, el manjar delicado, ese manuscrito que la institutriz sin nombre dejó escrito. Desde el punto de vista canónico, diríamos que este manuscrito es la novela. En él se relatan los puntos cardinales de la historia, el dónde, el cuándo, el cómo.

Se nos explica qué es Bly, quién vive allí, qué ha sucedido entre sus muros y qué sucederá durante la estancia de la narradora. Con el manuscrito de la institutriz aparece, pues, un temible invitado: la primera persona. Pero hay una cuarta muñeca rusa sin la cual The turn of the screw quedaría incompleta, y que resulta decisiva para que James obre sus ambiguos propósitos. Esa cuarta voz es el ama de llaves, la señora Grose, encarnación de cierta cualidad servil seguramente inseparable de la condición humana. ¿Por qué es decisiva esta mujer que, por cierto, no podría redactar su testimonio sobre papel, pues es analfabeta, alguien para quien la mera existencia de la palabra escrita constituye un modelo de sospecha? Porque es ella quien cuenta a la institutriz lo sucedido en Bly antes de su llegada. Es el relato de la señora Grose el que otorga carta de ciudadanía a los supuestos monstruos morales de la novela, Quint y la señorita Jessel. La señora Grose es la corresponsal de privilegio con el mundo de los muertos, la médium, intercesora y policía de las costumbres, todo en una pieza de irreprochable bonhomía inglesa.

Espectros audaces, invitados exquisitos de lo pavoroso, Quint y la señorita Jessel, cuyo estatuto de realidad es tan sospechoso como la narración misma que los recluye, apuntan en su errancia, que a lo peor sólo existe en la imaginación desbocada de la institutriz, buena parte de los momentos más bellos y terribles de la literatura que sedujo a nuestros bisabuelos. Los cuatro narradores de James, el lejanísimo introductor, el esquivo Douglas, la posesiva institutriz y la proba señora Grose, han preparado el clima para el advenimiento de la quinta muñeca rusa, ese lector abrumado y absorto que tras la muerte del pequeño Miles en la escena final de la novela, ese niño que no sabemos si es inocente o malvado, víctima o ejecutor, efecto o causa, asiste, ciento veinte años más tarde de su redacción, a la revelación de que The turn of the screw, un día llamada Otra vuelta de tuerca y hoy celebrada como La vuelta del torno, resulta, como todas las grandes novelas de la historia de la literatura, un fantasma intraducible.

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