Juan Manuel de Prada - Raros como yo

«Delirium tremens»

Pedro Barrantes es notable por crear versos tan tremebundos como sus borracheras, cosa nada sencilla

Juan Manuel de Prada
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Si hubiese que establecer un escalafón de escritores dipsómanos (tarea ardua y casi enciclopédica), pocos aportarían un currículum tan profuso como Pedro Barrantes (1860-1912), miembro –como Alejandro Sawa o Ernest Bark– de una generación de bohemios traspillados que abrevaron sus influencias en el naturalismo de Zola, militaron en el republicanismo más radical y escribieron artículos mercenarios para ganarse el pan (y sobre todo el vino).

Había nacido en León, ciudad de la que no tardarían en desertar sus progenitores, escapando de sus acreedores, para instalarse en Valencia. Cuando en junio de 1873 se proclame la República lo acogerá bajo su égida el gobernador Ramón Chíes, un librepensador que impulsará su vocación literaria. Barrantes publica, bajo el seudónimo de «El Emperador de los Zarrapastrosos», sus primeros poemas, donde la rima tardorromántica se mezcla con la dinamita ideológica, en un batiburrillo que dirige sus invectivas contra los jesuitas, los militares y los caciques.

Macabro y eucarístico

En 1890, Barrantes publica la versión primeriza de su poemario «Delirium tremens», que, si bien ya incluye algunos ramalazos de macabrería grotesca, destaca sobre todo por sus composiciones festivas, como cierta «Sátira contra las mujeres que parecen honradas y no lo son». La muerte de su mentor, Ramón Chíes, y la nula repercusión de su poesía lo empujan a la borrachería, la alopecia y la piorrea.

Tantos achaques juntos se saldaron con una repentina (y tal vez impostada) conversión religiosa, que al menos le sirvió para publicar en «La Ilustración Católica» crónicas sobre congresos eucarísticos y glosas a las homilías de los párrocos más campazas. En «Tierra y cielo» (1896) reunirá sus poemas más piadosos, en los que reniega de su pasado «vicioso y paganizante».

Obligado a beber matarratas en la Cárcel Modelo, Barrantes se despertó dos días después en una fosa común

Pero hacia 1898 ya lo tenemos otra vez empinando el jarro. Por entonces publica unos breves opúsculos de contenido injurioso en los que despotrica contra los más relevantes capitostes de la reacción. El primer damnificado será el general Camilo Polavieja, al que vitupera con endecasílabos lleno de un brío bilioso: «De facciones retrógradas sectario. / Corta estatura. Corta inteligencia. / Fusila con la misma indiferencia / con que pasa las cuentas del rosario». Después la emprenderá, en otro libelo todavía más agrio, con el jesuita Cándido Sanz, a quien atribuye tendencias pederastas: «Pero sin duda tales halagos / placer le causan muy singular, / pues corresponde con palmaditas / dadas con mimo sobre la faz, / y pellizquitos entre las piernas / de los que forman su troupe filial». Un tribunal constituido para reprimir los excesos satíricos condena a Barrantes, que fue encerrado en la Cárcel Modelo, donde lo obligaron a ingerir matarratas, causándole una perforación intestinal. Temerosos de que el convicto fuese a expirar, los carceleros lo sacaron de matute de su celda y lo arrumbaron en un carro donde se hacinaban los cadáveres de varios ajusticiados recientes. Un par de días después, Barrantes despertaría en la fosa común del cementerio del Este, espolvoreado de cal viva.

Este Pedro Barrantes que emerge de la tumba como un resucitado se convertirá en uno de los perfiles más emblemáticos de la gallofa madrileña. Entregado al bebercio y con la salud quebrantada, se emplea como hombre de paja de Alejandro Lerroux, firmando los artículos más incendiarios de su diario «El País» a un duro la pieza. Este empleo de testaferro le costaba esporádicas excursiones al calabozo, con su aderezo de descalabraduras y costillas rotas; pero al menos pudo comprarse con el dinero recaudado una dentadura postiza que, antes de recitar sus poemas, se sacaba de la boca y relamía delante de su auditorio.

Estética «gore»

En 1910 publica una segunda edición, aumentada y corregida, de «Delirium tremens», donde da rienda a su musa más tremebunda y desquiciada en poemas como «Soliloquio a las rameras» o el inefable «El enterrador y yo», que todavía sobrecoge por su estética «gore»: «Ahora mata a la muerta. ¿No me entiendes? / Pues por mi fe que el caso es bien sencillo; / pincha su corazón con tu navaja / cual si trataras de matar a un vivo. (…) / No brota sangre; está coagulada. / Extrae ahora la víscera con tino... / que salga entera... ten mucho cuidado... / continúa, rufián... ¡Bravo! ¡Has vencido! / ¡Por fin...! ¡Trae que lo pise, trae que estruje / bajo mis pies su corazón maldito!».

Un día le dio por beber agua, en lugar de vino, y la diñó, según nos cuenta Baroja: «Se encontró enfermo y atacado por una fiebre altísima. Marchó a su pobre chiscón, se metió en la cama y comenzó a delirar. Llamaron a un médico de la casa de socorro, y éste dijo que no bebiera nada, ni agua ni vino, hasta que volviera él. El enfermo estuvo dos días con fiebre alta, y por la madrugada del segundo se despertó muerto de sed, cogió la jarra del agua del lavabo, llenó un vaso y lo bebió, y después otro y otro. Luego se tendió en la cama, y pocos momentos después empezó a quedarse frío y se murió». Amanecía el 10 de octubre de 1912, con una luz indecisa que iba adquiriendo poco a poco el color de una uva moscatel.

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