ARTE

«Cowboys» y pieles rojas en el Museo Thyssen

En la conquista del Oeste americano, a los primeros pobladores occidentales se unieron artistas que cimentaron los mitos de estas tierras. Una muestra en el Museo Thyssen se ocupa de ellos. Sus cantos pueblan aún hoy nuestros recuerdos

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Yo nací, y no exagero, en el lejano Oeste o, al menos, eso creía. Razones no me faltaban porque tenía unas pistolas de plástico y un cinturón que era el más chulo del barrio. Hacíamos «el indio» con una pasión incontenible, aunque, cuando íbamos al cine a ver lo que llamábamos «una de vaqueros», íbamos siempre con el Séptimo de Caballería. Nos gustaba apretarnos en «el gallinero» para poder patear como si fuéramos caballos al galope en las escenas decisivas que, como todo el mundo sabe, no eran otra cosa que cobardes masacres. En esa remota época, todos los indios eran, en nuestra falta de luces, «Jerónimo» y el bueno era, a pesar de sus atrocidades, el general Custer.

Sabíamos decir «jau» mientras levantábamos con solemnidad una mano, aunque preferíamos hacer virguerías con el revólver en duelos que podían ser tanto al sol cuanto a la sombra en los extremos días del verano placentino. Recuerdo mejor la cantinela de «Bonanza» que cualquier pasaje de la ardua «Crítica de la razón pura». Aún no habíamos leído «Deseo de ser piel roja», aunque nuestro mundo era inconscientemente kafkiano y creíamos que todo se podía resolver en O.K. Corral pese a que para nosotros la cosa tuviera connotaciones, más que nada, gallináceas.

La «epifanía» se produjo cuando vimos « Centauros del desierto» (mejor título, sin ningún género de dudas, que el original: «The Searchers»), pues ahí encontramos una suerte de «metafísica del paisaje». He visto esa película en innumerables ocasiones y me importa poco el guión o la sórdida ideología que rezuma; lo único que me afecta es la inmensidad de los «escenarios», desde el Monument Valley a las nieves de Gunnison, en Colorado. Todavía, lo sepamos o no, estamos regresando a ese rancho en el que un petimetre está cortejando a una jovencita mientras los «héroes» siguen persiguiendo a los escurridizos indios. Desde aquellas iniciaciones místicas en el lejano e infantil Oeste, todo se ha ido mezclando y, en la mente pantanosa, terminan por entrecruzarse «Bailando con lobos» con «París-Texas», que no es un «western» pero que implica también la «peregrinatio» desértica. Al encontrar un tipi indio en el jardín del Thyssen Bornemisza no he podido retener los recuerdos de mi particular «Oeste» en una época que hasta cantábamos «Con flores a María».

Un relato intenso

La exposición «La ilusión del Lejano Oeste» que ha comisariado Miguel Ángel Blanco es un relato visual tan intenso y erudito cuanto lúdico y personal. Del dibujo de un bisonte, realizado en 1598 por el sargento mayor Vicente Zaldívar para su «Relación de las vacas de Cíbola», hasta los carteles de películas del «Far West» que hoy solamente podemos llamar «míticas»; de los derroteros de ríos, caños y lagunas existentes desde la ciudad de San Agustín a la cabeza disecada de un bisonte; de los indios dibujados con arcos y flechas en el « Mapa de la Sierra Gorda y la Costa del Seno Mexicano» (1747) a la impresionante foto que hizo Edward S. Curtis en 1905 del jefe sioux Halcón Rojo a caballo; del cuadro de William Tylle Ranney «El destacamento de los exploradores» (1851), que forma parte de la colección Carmen Thyssen, a los pistoleros de plástico que conservaba, como restos preciosos de su infancia, Miguel Ángel Blanco en Cercedilla, y las hermosas piezas que ha realizado en el Oeste, especialmente su libro titulado «Plumas muro».

«En el Oeste se produjo -escribe con lucidez Miguel Ángel Blanco- una violenta colisión de paraísos. La tierra trascendental de los indios, atravesada por los espíritus, era incompatible con la tierra prometida de los blancos. La guerra, la enfermedad y el hambre destruyeron una forma de vida. Pero no se consiguió borrar la imagen del Oeste como edén en el que el nativo americano había vivido en armonía con la Naturaleza». Se trata de atravesar la fantasía, de dar cuenta de la ilusión -con lo que tiene de entusiasmo- y de espejismo de una tierra donde la violencia, hasta el límite del exterminio, impuso su cruda ley. Pero también allí quedaron las huellas para relatos entrecruzados que pugnaban por construir «lo originario», esto es, una zona simbólica de identidades y razas en conflicto.

La topografía que esta exposición propone sube el tono hasta las alturas de lo sublime que, propiamente, tienen como lugar crucial una cataratas, en concreto, las de San Antonio, un paraje considerado como sagrado por los indios dakota. Los cuadros de George Catlin, Henry Lewis y Albert Bierstadt muestran la belleza de ese paraje del Alto Misisipi, contemplado como «símbolo de la naturaleza virginal» con un tono marcadamente romántico. Sin duda, el cuadro «Expulsión. Luna y luz de fuego» (1828), de Thomas Cole, también con la presencia central de una catarata, es un ejemplo cimero de la concepción americana de lo sublime.

Aún en el Edén

Cole había mostrado su entusiasmo con la novela «El último mohicano», de James Fenimore Cooper, y, en 1835, según recuerda Blanco, había redactado un libro breve titulado «An Essay on American Scenery», en el que se llegaba a una conclusión maravillosa: «Todavía estamos en el Edén». No podemos olvidar que toda alusión al Paraíso tiene que recordar que de ahí hemos sido expulsados. Acaso todas esas visiones de las Montañas Rocosas con la plácida vida de los indios shoshone o la puesta de sol en Yosemite, bellamente plasmadas por Bierstad, no sean otra cosa que sublimaciones, modos hiper-estéticos de ocultar el desastre que ya se estaba produciendo. Esa pradera por la que va a caballo el trampero con el cielo poblado por nubes enrojecidas también se teñiría con la sangre de aquellos que la habitaban. El héroe, pretendido agente de la civilización, aparecía en escena con una estética al borde del topicazo.

Al terminar de recorrer esta extraordinaria exposición me compré un paraguas con forma de rifle en la tienda de libros y «souvenirs». Pensé que todo se había vuelto «pálido» en el Oeste del final del siglo XX (espectralizado Clint Eastwood, que es, en cierto sentido, nuestro particular Santo Job posmoderno), y que aquella épica que se volvió bizarra a tope en el «spaguetti western» había ingresado en el olvido. Un silbido atravesó el desierto de Tabernas, y ahora todo es allí turístico-patético o, incluso, el ámbito propicio para filmar una película porno de título inequívoco: «Por un puñado de polvos».

No he tenido que hacer muchos esfuerzos para recordar el desafuero del «Grupo salvaje», la peripecia poética de »Las aventuras de Jeremiah Johnson», la iniciación de «Un hombre llamado caballo», que no se me quita de la cabeza cuando pienso en los primeras «performances» de Stelarc, o la fascinación que experimenté por Yul Brynner en «Los siete magníficos», anticipando mi alopecia, que no sería jamás seductora.

La antigua dicha

Contemplando los retratos de indios de George Catlin en «La ilusión del lejano Oeste» he experimentado la antigua dicha al correr por la calle incluso cuando la única pistola que teníamos era la que podían componer los dedos de la mano. Nos hacíamos los duros, soñábamos con entrar al «saloon» y pedir con voz rotunda un whisky. Un día se me ocurrió decir, por hacerme el enteradillo, que yo quería un vaso de zarzaparrilla porque lo había escuchado en una pelí. Los amigos me pusieron a caldo. Con mi nuevo paraguas en ristre soñé que era un piel roja y, al mismo tiempo, un cowboy: no hacen falta espuelas, ni riendas, ni siquiera un caballo. Una ilusión lejana, sin duda.

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