Colson Whitehead, el cuento de la esclava

«El ferrocarril subterráneo» es una novela nacida para ser libre, y acabar en afamada serie de televisión

Colson Whitehead

RODRIGO FRESÁN

De haber nacido en tiempos aún más oscuros, Colson Whitehead (Nueva York, 1969) hubiese sido celebrado por sus habilidades para sembrar y cosechar con lo que le echasen sus amos y señores y mayores. También, Whitehead habría sido un consumado maestro de la fuga y movimiento constante con admirable capacidad camaleónica. Así -ya desde su debut en 1999, luego de pasar por Harvard y por el Village Voice y después de ser certificado como «genio» por la McArthur Fellowship- Whitehead se ha apuntado a todas las correrías posibles.

De ahí que hable bien de Whitehead el que haya demorado hasta bien avanzado su trayecto la salida de El ferrocarril subterráneo : acaso el más esperable de sus títulos a la fecha. Porque - ganadora del Pulitzer, del National Book Award y del Arthur C. Clarke Award , finalista para el próximo Booker, y futura serie de televisión a ser dirigida por Barry «Moonlight» Jenkins, ganador del último Oscar a la Mejor Película- El ferrocarril subterráneo se mueve perfecta y disciplinadamente por firmes rieles ya establecidos para lo que se supone debe de ser una muy cool novela racial apta para todo color y humor. De hecho, el peso de tan magnos galardones recibidos no le hace ningún favor a un libro que conviene ser considerado y disfrutado más como extraordinaria narración aventurera que como clásico instantáneo y político y correcto.

El peso de los magnos galardones recibidos no le hace ningún favor a esta narración

La protagonista de este otro cuento de otra criada es la esclava Cora : nieta de la africana Ajarry y abandonada de pequeña por su prófuga madre Mabel (cuyo destino final es uno de los grandes golpes de la trama). Cora -sufriendo lo indecible pero muy escribible en la bestial Hacienda Randall, en la sureña Georgia- y, con la ayuda de César, otro colega de penurias y trabajos, procurando conseguir pasaje en el legendario y metafórico pero tal vez real tren underground hacia la libertad y la justicia. Una línea de abolicionistas que va de casa a casa, pero a la que Whitehead transforma en maquinaria dotada de poderes y facultades entre mágico realistas y delicadamente casi proponiéndola como portal a dimensiones paralelas y realidades cambiantes.

Comuna utópica

Cora viaja por túneles y agujeros de gusano recibiendo ayuda ocasional, matando, descubriendo complots esterilizantes, o alcanzando una breve paz en una comuna utópica e inflamable . Y tras sus pasos va siempre el feroz cazador de fugitivos Ridgeway, quien parece brotado de los hornos de la Cormac McCarthy & Co. Y lo de antes: todo en su sitio justo y momento preciso y enganchado a una locomotora de vértigo. El ferrocarril subterráneo es un funcional ingenio talentosamente aceitado y entre algodones y algodonales. Aunque, por momentos, uno extrañe aquí -para citar otras novelas que juegan con la idea del «de época» modernamente- la desmesura impredecible de un Thomas Pynchon en Mason y Dixon , la deconstrucción histórica de un Stephen Wright en The Amalgamation Polka , la épica íntima de un E. L. Doctorow en La gran marcha o el riesgo formal de un George Saunders en Lincoln in the Bardo.

Pero está claro que las intenciones de Whitehead pasan por otras coordenadas: El ferrocarril subterráneo quiere ser una especie de Beloved de Toni Morrison para el siglo XXI. El paso de las estaciones dirá si alcanza ese destino. Por lo pronto, El ferrocarril subterráneo le lleva un National Book Award de ventaja a Beloved .

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