Detalle de «Safe Return Doubtful» (1993), de Mark Dion
Detalle de «Safe Return Doubtful» (1993), de Mark Dion
ARTE

Colonialismo y «kitsch» en Sevilla

Entre los fastos de 1992, la Exposición Universal. Cuando esta cumple 25 años, la que fue su sede principal, hoy el CAAC de Sevilla, repasa los estertores y resaca de esos años

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La Expo 92 y su tatarabuela sevillana, la Exposición Iberoamericana de 1929, fueron miembros de una misma parentela extensa que tiene entre sus antepasadas dos exposiciones opuestas inauguradas en París en 1931. La Exposición Colonial, oficial y fastuosa, era un canto al imperialismo francés y recreaba en la metrópoli un muestrario de las culturas subordinadas. No se reparó en gastos de montaje ni de publicidad: se reprodujeron a escala los templos camboyanos de Angkor Vat, se inundaron las calles de carteles publicitarios que preguntaban «¿Por qué ir a Túnez si puede visitarlo en París?» y se importaron nativos canacos para exponerlos en el Jardin des Plantes con su correspondiente cartela («pueblo caníbal», así tal cual).

A derecha e izquierda, muchos criticaron ese último estertor kitsch del imperialismo francés.

El ultranacionalista y proto-lepeniano Maurice Barrès escribió que sólo había visto en ella, como en todas las exposiciones universales, «limonada y prostitución». Y los su- rrealistas de Breton organizaron una contraexposición precaria que titularon La verdad sobre las colonias, pensada para poner en evidencia la hipocresía de la supuesta «misión civilizadora» de Occidente. En una de sus vitrinas se mostraban pasaportes franceses, impresos burocráticos, estampitas del Sagrado Corazón y estatuillas de Lourdes bajo la cartela «fetiches europeos».

Sesenta años después, en 1992 ya no se estilaban exposiciones tan candorosamente imperialistas. La celebración del «descubrimiento» de América en una ciudad tan ligada a la explotación colonial de las Indias como fue Sevilla supo modificar su tono y sus aspiraciones declaradas para presentarse como celebración de la multiculturalidad y la proto-globalización de la que apenas se empezaba a hablar entonces. Y, por su parte, la crítica institucional poscolonial también había afinado más sus herramientas desde los primeros intentos surrealistas. Pero sigue siendo interesante bucear en el árbol genealógico de esas expos y contraexpos para pararse a pensar cuánto de su etnocentrismo sobrevivió soterrado bajo el barniz de corrección política. Y eso hace esta inteligente Arte y cultura en torno a 1992 organizada en el CAAC, cuya sede fue ese año epicentro, precisamente, de la Expo sevillana hace ahora veinticinco años.

Gotas de retranca

Entre esas herramientas más afinadas está la de la ironía y hasta unas gotas de retranca tan saludable como sevillana, que aquí luce ya en el título elegido: replica aquel Arte y cultura en torno a 1492 que presentó, en esta misma Cartuja entonces recién rehabilitada, la muestra insignia de la Expo, una especie de «grandes hits» de la cultura y el arte mundiales en torno a aquella fecha.

Juan Antonio Álvarez Reyes ha encontrado también una columna vertebral e idea rectora en un libro clave para el repaso histórico del arte del XX, Arte desde 1900. Casualidad o no, la entrada que el anuario mastodóntico dedica al año 1992 está precisamente centrada en el trabajo de artistas como Fred Wilson, Andrea Fraser, Mark Dion y Renée Green: todos unidos por su interés en la revisión de la etnografía y la museografía como instrumentos coloniales de Occidente.

En su proyecto Minando el museo, por ejemplo, Fred Wilson se dedicaba a sacar a la luz objetos olvidados en los sótanos de la Sociedad Histórica de Maryland y a exponerlos en las vitrinas de la planta noble: unos grilletes de plantación esclavista reaparecían así desde las profundidades de lo reprimido por el inconsciente museístico para lucir junto a vajillas y cuberterías de plata en la sección «Metales preciosos».

Del «pin» al mechero

De nuevo la ironía como instrumento de reflexión: es la misma que Andrea Fraser convirtió en marca de la casa para sus falsos vídeos institucionales en los que encarna y parodia tipos y modos de hacer del mundillo del arte y los museos, y la misma que respiran los trabajos «de época» de Curro González o Pilar Albarracín (que traen a colación el contexto artístico sevillano en 1992); o las piezas inspiradas en esa idea de revisión y evaluación de los fastos pasados que se han encargado a Patricia Esquivias, María Cañas, Rogelio López Cuenca y Elo Vega.

La última vuelta de tuerca curatorial es también muy hábil: la propia institución, consciente de ser juez y parte en el proceso de revisión de la Expo que fue su origen, saca de los sótanos del museo el archivo audiovisual completo de la Expo, en formatos de vídeo ya obsoletos, y acumula en una miniexpo bizarra algunos de los regalos oficiales ofrecidos por los países invitados y que dormían en los almacenes el sueño de los justos: una especie de híbrido entre wunderkammer y Museo Provincial de los Horrores que nos recuerda cuánto de batiburrillo kitsch acaban teniendo siempre estos eventos globales.

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