La escritora mexicana Valeria Luiselli, nacida en 1983
La escritora mexicana Valeria Luiselli, nacida en 1983
CONSTELACIONES

El colapso del mapa

En «Los niños perdidos», Valeria Luiselli describe el drama de pequeños inmigrantes que deben escoger entre el miedo feroz y el vacío

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En «Frontera», el primer capítulo de Los niños perdidos (Un ensayo en cuarenta preguntas) (Sexto piso, 2016), Valeria Luiselli nos dicta un curso rápido sobre la terminología de la ley migratoria estadounidense: «Hay illegal aliens, non-resident aliens, resident aliens… pending aliens». Nuestra cortés ignorancia de las leyes suele convertirse en familiaridad obsesiva cuando estas nos conciernen personalmente, y ese fue el caso cuando la escritora mexicana, su marido y su hija decidieron solicitar el permiso de residencia en Estados Unidos e ingresaron voluntariamente en el limbo. La incertidumbre se resolvió parcialmente al regresar a casa después de un viaje y descubrir que ya habían llegado dos de las tres aprobaciones, pero que la de Luiselli seguía pendiente. El proceso de cerrar el episodio -emocional y efectivamente- llevó a Luiselli y a su sobrina a trabajar en la Corte Federal de Inmigración de Nueva York, como intérpretes de los menores indocumentados que esperan allí la deportación o una visa.

A finales de 2016 Unicef publicó un informe en el que se afirma que «aproximadamente cincuenta millones de niños en todo el mundo han migrado a otro país o han sido obligados a desplazarse en el propio». El conflicto armado es la causa en la mayoría de los casos (28 millones de niños), como lo sabemos bien los colombianos: de acuerdo con la agencia de la ONU para los refugiados, «desde 1997 al 1 de diciembre de 2013 se han registrado oficialmente 5.185.406 personas desplazadas internas con un impacto desproporcionado en la población afrocolombiana y las comunidades indígenas».

Siempre ha habido desposeídos, nos recuerda con amargura V. S. Naipaul, quien ha construido piedra a piedra su obra como un muro contra el deshilachamiento de la memoria de los pueblos. El mismo propósito desesperado de mantener la trama anima el altar de muertos virtual que se construyó en México por iniciativa de Alma Guillermoprieto y que busca preservar en la memoria la masacre de los setenta y dos migrantes de Centro y Sur América asesinados en Tamaulipas. El proyecto, que la editorial mexicana Almadía publicó en 2011 y que se puede consultar en red (72migrantes.com), intenta devolver a cada de los migrantes una historia, un nombre, una familia:

«Mejor no tener nombre, allá me lo voy a hacer, allá lejos de El Salvador y Honduras, lejos de Ecuador y de Brasil, lejos de la favela y la inundación, de las aguas negras y del techo caído, lejos de la intemperie y las armas de fuego, los rifles, las carabinas, los cartuchos y los cargadores, lejos de la policía y de los cárteles. Allá, nuestras colonias que trepan por el monte sin luz y sin agua, allá en los derrumbaderos, allá donde la vida está en obra negra, allá esperan la noticia: “Ya llegué”». (Elena Poniatowska en nombre de un Migrante aún no identificado).

Las voces que los fotógrafos y los escritores entregan a los migrantes muertos como ofrenda les dan un nuevo aliento. Es lo que alega Juan Manuel Echavarría, cuya obra gráfica Réquiem N. N. se inspira en el gesto de los habitantes de Puerto Berrío (Colombia). Estos empezaron a recoger los restos que bajaban por el río Magdalena para enterrarlos en su cementerio, y en ocasiones adoptaban a estos N.N. y les daban su nombre a cambio de bendiciones para sus familias.

Este acto de enterrar y adoptar a los muertos anónimos, restituirles un hogar y una familia, así sea póstumamente, apunta al centro del horror que Luiselli describe en Los niños perdidos: si se trazara la historia de un niño y su ruta migratoria individual, «y luego la de otro y otro niño, y luego las de decenas de otros, y después las de los cientos y miles que los preceden y vendrán después, el mapa se colapsaría en una sola línea -una grieta, una fisura, la larga cicatriz continental».

Los poetas pueden convertir esta fisura en un gesto escrito, en un bello y terrible gesto escrito, como sucedió con La cruzada de los niños de Marcel Schwob, que a su vez perpetúa un episodio de las cruzadas conservado en leyenda: «Hace mucho tiempo que partimos. Unas voces blancas nos llamaron en mitad de la noche. Llamaban a todos los niños. Eran como las voces de los pájaros muertos en invierno».

En sus propias historias Luiselli reconstruye estas voces blancas: un número de teléfono cosido a un vestido protege a una niña que se sube a La Bestia para cruzar la frontera y mitiga un poco la angustia de quien la empuja desde atrás. Pero a veces no hay un llamado al otro lado de la frontera y los niños deben escoger entre el miedo feroz y el vacío. Se desintegra la familia, el pueblo, las tradiciones que enlazan a unos seres humanos con otros, para descubrir, al otro lado, que «Hempstead es un hoyo de mierda como Tegucigalpa».

Luiselli, sin embargo, se rebela contra su propia impotencia de escritor. No basta con prestar a otros las palabras: «Contar historias no sirve de nada, no arregla vidas rotas». Así que intenta zanjar, a su manera, el alto portón de hierro que separa dos mundos, y resuelve tomarse en serio las posibilidades del curso a su cargo en su patria de adopción, Advanced Conversation.

Descubre (y nos descubre) que una conversación es el comienzo de una comunidad en la que el abismo entre la huida y la acogida se estrecha un poco, y surge como el único espacio posible para la reconstrucción de la vida. Y al hacerlo, el texto de Luiselli da un paso adelante hacia la realización del sueño que el escritor venezolano Ibsen Martínez puso en palabras en nuestro nombre: en el siglo XXI ganaremos el derecho a vivir donde queramos.

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