Mítica foto de Carlo Martini: Coppi le pasa el bidón de agua a Bartali (¿o fue al revés?) en una etapa del Tour
Mítica foto de Carlo Martini: Coppi le pasa el bidón de agua a Bartali (¿o fue al revés?) en una etapa del Tour - EPA
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Ciclismo y literatura: las hazañas de los hombres solos

El antropólogo Marc Augé (Poitiers, 1935), autor de «Elogio de la bicicleta», reflexiona sobre los profundos lazos entre deporte, periodismo y literatura y su fascinación por el Tour de Francia

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Deporte y literatura a menudo se han llevado bien. En la literatura se encuentran a la vez testimonios directos de la experiencia deportiva y reflexiones sobre el espectáculo que ofrece el deporte. Un escritor de la talla de Antoine Blondin trabajó como periodista en « L’Équipe»: siguió 27 Tours de Francia y sus artículos alimentaron la «leyenda del Tour». Sartre y Camus, en la época en que aún eran amigos, iban juntos a ver partidos de fútbol, pero el auténtico deportista era Camus, antiguo portero de un club de Argel.

Creo que los lazos entre deporte y literatura son variados, múltiples y profundos, por razones que se deben principalmente al tiempo y al hecho de que, bien se practique o se observe, el deporte es, para empezar, un recuerdo de infancia.

Recordamos siempre los primeros esfuerzos por mantenernos sobre una bicicleta, la primera vez que nadamos sin el apoyo de una mano ajena. Fue ayer, fue no se sabe cuándo. El dominio físico del espacio requiere algo de tiempo, pero luego se inscribe en el cuerpo de forma natural, como si siempre hubiera existido. De ahí sin duda el gusto por el espectáculo deportivo, el placer que se siente al descubrir proezas que, ya que no podemos pretender igualarlas, nos reenvían a la época de nuestros inicios y provocan en nosotros un entusiasmo inmediato. El tono épico de algunos periodistas deportivos despierta en nosotros la sincera admiración que sentíamos, de niños o de jóvenes adolescentes, por los dioses del estadio o los héroes del Tour de Francia.

Me fascinaba la elegancia heroica de Coppi. Su vida novelesca sedujo a escritores como Malaparte

Me perdonarán si ahora me dejo llevar por algunas confidencias personales. Me gustaría intentar recordar lo que pudieron ser, para mi generación, los efectos mágicos, o mejor aún, los efectos literalmente poéticos del Tour de Francia. En 1949, durante el Tour, yo tenía 13 años y Fausto Coppi todavía 29 (los dos habíamos nacido en septiembre). Yo pasaba las vacaciones en Bretaña con mis abuelos y tenía dos fuentes de información a mi disposición: la radio y el diario regional que corría a buscar cada mañana. En la misma época, Dino Buzzati escribía una crónica diaria en el «Corriere della Sera», cuyo tema dominante era la rivalidad entre Gino Bartali, el mayor, conservador y religioso, y Fausto Coppi, más joven, menos tradicional en todos los aspectos. Yo entonces no tenía ni idea de quiénes eran Dino Buzzati o el «Corriere della Sera», pero de entrada me fascinaba la elegancia heroica de Coppi: sufría desfallecimientos, pero los superaba y tomaba su revancha con nervio; pasaba por adversidades personales, como la muerte de su hermano, pero volvía a encontrar rápidamente el deseo de vencer. Su vida personal tenía algo de novelesco que sedujo a un escritor como Malaparte.

Dimensión mítica

En aquella época la evolución de los materiales y el entrenamiento de los hombres aún no habían hecho del Tour aquello en lo que se ha convertido: un conjunto de equipos de marcas comerciales que reúnen atletas consumados al servicio de un líder, protegido o propulsado por ellos. El pelotón nunca está muy lejos de los escapados. En 1949, Coppi podía perder 18 minutos en Saint-Malo, después de una caída, y alcanzar a sus rivales, sobre todo después de cabalgadas solitarias en los Pirineos y en los Alpes, para terminar como vencedor en París. Las hazañas de hombres solos aún eran posibles y las disputas finales en los Pirineos y en los Alpes se desarrollaban entre individuos capaces de realizarlas, como Coppi, Bartali o Robic. Naturalmente, esos personajes tenían una dimensión épica a la que yo era sensible, igual que algunos grandes escritores de la época, y es una dimensión que, con el tiempo, se convirtió en mítica.

Ese mito alimenta el fervor de quienes se siguen reuniendo en las carreteras de Francia para aclamar el paso de los corredores, pero estoy seguro de que funciona también como una fuente viva de creación literaria. Es difícil y arriesgado hacer pronósticos en esta materia, pero estoy seguro de que el espectáculo deportivo y los recuerdos que suscita constituyen la quintaesencia de la memoria afectiva que da y dará siempre un color particular a determinadas obras: recuerdos de una amistad que nace o se refuerza con el espectáculo de los grandes encuentros de fútbol o de rugby, o también el entusiasmo que despertaba el esfuerzo solitario de un campeón como Federico Bahamontes, que podía volar en la ascensión a una montaña y convertirse en «el águila de Toledo», y algunos años antes, el dominio en todos los ámbitos de Fausto Coppi para el que se inventó el superlativo de un sustantivo: «campionissimo».

El tono épico de los periodistas nos despierta la admiración por los héroes del deporte

Recuerdo mi ansiedad durante el campeonato del mundo de ciclismo de 1949 en Copenhague: Fausto Coppi era mi ídolo, ya se habrán dado cuenta, y siempre le estaré agradecido por haberme preservado del chauvinismo con su prestigio. Escapó junto a Van Steenbergen y Kubler en un circuito llano donde solo había una pequeña cuesta. Hay que saber (y yo sabía, como todo el mundo en aquella época) que Van Steenbergen era el hombre más rápido del mundo en el esprint. A cada paso por la cuesta, Coppi sacaba algunos metros a sus adversarios, pero en vano: era demasiado corta. No fue campeón del mundo ese año. Tuve que admitir, después de seguir la retransmisión por la radio, que nadie estaba obligado a hacer lo imposible.

Navegar la vida

Recuerdo también la sensación de libertad que me dio la práctica del ciclismo en Bretaña, donde pasaba mis vacaciones. Descubría, más allá del paisaje habitual, un entorno más amplio que exploraba con curiosidad. Durante la época del Tour de Francia, metía la marcha y me ponía de pie sobre los pedales para subir la cuesta que me llevaba al pueblo de mis abuelos. Una vez que llegaba a la plaza de la iglesia, daba un rodeo para pasar por el bar, en cuya puerta el dueño colgaba el nombre de los tres primeros de la etapa y de los tres primeros de la clasificación general.

Mis recuerdos no son más que un ejemplo minúsculo: quería sugerir que la masa de recuerdos que suscitan desde la infancia el espectáculo y la práctica del deporte son una bendición para todos aquellos que sienten la necesidad de hacer balance en la navegación que los lleva de una parte a otra de la vida; lo que es, después de todo, una de las pretensiones más ambiciosas de la escritura, y que ha dado origen a algunas de las más grandes obras de la literatura.

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