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«Botas de lluvia suecas»

Antes de morir, a Mankell le dio tiempo a publicar «Botas de lluvia suecas», su último éxito, aunque sin Wallander. Nos lo trae Tusquets el 6 de septiembre

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Mi casa se quemó una noche de otoño hace casi un año. Fue un domingo. Había empezado a levantarse viento a primera hora de la tarde. Al anochecer pude ver en el anemómetro que las ráfagas de aire superaban los veinte metros por segundo.

El viento era del norte y muy frío a pesar de que aún estábamos a principios del otoño. Cuando me acosté a las diez y media, pensé que esa era la primera tormenta otoñal que cruzaba la isla que había heredado de mis abuelos maternos.

Otoño, pronto invierno. Una noche, el agua del mar empezaría a helarse lentamente.

Era la primera vez ese otoño que me metía en la cama con calcetines. El frío lanzaba su primera embestida.

El mes anterior había arreglado el tejado haciendo un gran esfuerzo. Fue un trabajo enorme para un pequeño artesano. Había muchas tejas viejas y rotas. Mis manos, que una vez sujetaron bisturís en complicadas operaciones quirúrgicas, no estaban hechas para manejar ásperas tejas.

Enfermedades imaginarias

Ture Jansson, que había sido cartero aquí fuera, en las islas, durante toda su vida profesional, pero ya estaba jubilado, se había encargado de transportar las tejas nuevas desde el puerto. No quiso ni siquiera cobrar por ello. Como yo he instalado una consulta improvisada en mi cobertizo para ocuparme de todos los achaques imaginarios de Jansson, quizá pensara que debería devolverme el favor.

Durante todos estos años he examinado abajo, en el embarcadero junto al cobertizo, sus supuestos dolores de brazos y espalda. He alcanzado el estetoscopio colgado de un señuelo para cazar eíderes y he constatado que sus pulmones y su corazón sonaban como debían. En todos esos reconocimientos repetitivos, Jansson siempre ha demostrado encontrarse en perfectas condiciones. Su miedo a enfermedades imaginarias ha sido tan exagerado, que yo, durante los muchos años que ejercí de médico, nunca vi nada parecido. Ha sido cartero y, además, hipocondriaco a tiempo completo.

En una ocasión se quejó de un dolor de muelas. Entonces me negué a prestar atención a sus dolores. Si fue al dentista en tierra firme, eso ya no lo sé. Me pregunto si este hombre habrá tenido alguna vez una sola caries en los dientes. ¿No sería que le rechinaban los dientes cuando dormía y que por eso le dolían?

La noche del incendio yo había tomado, como de costumbre, un somnífero y me dormí enseguida.

Me despertaron unas potentes lámparas que se encendieron de repente. Cuando abrí los ojos, la luz que me envolvía me cegó. Bajo el techo del dormitorio flotaba una nube de humo gris. Debí de haberme quitado los calcetines en sueños, cuando la habitación se calentó. Salí corriendo de la cama, bajé la escalera y entré en la cocina. Una penetrante y fuerte luz me rodeaba por todas partes. Vi que el reloj de pared de la cocina marcaba las doce y diecinueve minutos. Me puse como pude mi impermeable negro, colgado junto a la puerta de entrada, me calcé las botas de lluvia, una de las cuales me resultó casi imposible de poner, y salí a toda prisa.

La casa ya estaba totalmente incendiada. Se oía el fragor del fuego. Tuve que bajar hasta el embarcadero y el cobertizo para poder soportar el calor. Allí me quedé luego contemplando lo que pasaba. En esos primeros momentos no pensé en lo que habría ocasionado el fatal incendio. Observaba, sin más, cómo estaba ocurriendo lo imposible. El corazón me latía con tanta fuerza que creí que me iba a estallar dentro del pecho. El fuego me asolaba también por dentro con la misma intensidad.

El tiempo se fundió con el calor. Empezaron a llegar barcos con vecinos medio aturdidos. Pero nunca pude decir después cuánto tiempo duró ni quiénes vinieron. Mis ojos estaban clavados en el fuego y en las chispas que revoloteaban hacia el cielo nocturno. En un instante aterrador me pareció ver de pronto las ancianas figuras de mi abuelo y de mi abuela al otro lado del fuego.

Llamas en la oscuridad

No somos muchos en las islas en otoño, cuando los veraneantes ya han desaparecido y los últimos barcos de vela han puesto rumbo a sus desconocidos puertos de origen. Pero alguien vio el resplandor de las llamas en la oscuridad de la noche. Después, el mensaje se difundió por teléfono y todos querían ayudar. Con el equipo de extinción de incendios de la guardia costera bombearon agua salada y la lanzaron contra la casa en llamas. Pero, naturalmente, la ayuda llegó demasiado tarde. Lo único que cambió fue que el incendio empezó a oler mal. Las vigas de roble quemadas junto con los paneles de las paredes, los papeles pintados y los suelos de linóleo despiden un tufo imposible de olvidar al mezclarse con el agua salada.

Al amanecer, todo lo que quedaba era una ruina humeante y maloliente. Entonces el viento empezó a amainar. La tormenta ya se había desplazado hacia el golfo de Finlandia.

De alguna manera el viento, junto con el fuego, había cumplido su perverso propósito y contribuido a que ahora no quedara nada de la hermosa casa de mis abuelos maternos.

Fue también al amanecer cuando, por primera vez, me atreví a preguntarme cómo se había iniciado el fuego. No había dejado ninguna vela ni ningún viejo quinqué encendidos. No había fumado y tampoco había prendido la vieja chimenea. Hacía solo un año que había cambiado el cableado eléctrico.

No había ninguna explicación. Era como si la casa se hubiera incendiado sola.

Como si una casa pudiera suicidarse a causa del cansancio, la edad y el tedio.

Me di cuenta de que me había equivocado en una idea esencial acerca de la vida. Tras haber realizado una intervención quirúrgica desafortunada, que supuso que una mujer joven perdiera un brazo, me vine a vivir aquí lejos hace muchos años. Entonces pensaba a menudo que la casa en que vivía ya estaba en pie el día que nací. Y que habría de seguir en pie el día que yo dejara de existir.

Pero por lo visto me equivoqué. Los robles, los abedules, los alisos y el único fresno seguirían existiendo cuando yo muriera. Sin embargo, de la hermosa casa solariega del archipiélago solo quedarían los cimientos de piedra, transportados hasta aquí sobre el hielo desde la cantera de Håkansborg, en la península, cerrada hace ya tiempo.

La presencia de Jansson a mi lado interrumpió mis pensamientos. Vestía un viejo mono de color azul oscuro. Llevaba la cabeza descubierta, pero tenía los viejos guantes de trabajo en las manos. Los conocía de los inviernos en que el hielo le impedía usar el barco y utilizaba su hidrocóptero para repartir el correo.

Jansson estaba observando mis botas de lluvia. Cuando miré hacia abajo, me di cuenta de que al salir huyendo me había puesto dos viejas botas verdes del pie izquierdo de la marca Tretorn. Ahora comprendía por qué me había costado tanto ponérmela. Y por qué me había resultado tan difícil moverme cuando di la vuelta alrededor de la casa en llamas.

-Te daré una bota -dijo Jansson-. Tengo varios pares en casa.

-Puede que haya un par abajo en la caseta -contesté yo.

-No -respondió Jansson-. Ya he mirado. Allí hay unos zapatos de piel y unos viejos crampones de los que se ponían en las botas antiguamente, cuando mataban a palos a las focas fuera, en los islotes de rocas planas.

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