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«Azules son las horas», ¿quién es Sofía Casanova?

Fue la primera española que se convirtió en corresponsal de guerra. En las páginas de ABC, precisamente. Nos la descubre Inés Martín Rodrigo en «Azules son las horas»

Madrid Actualizado: Guardar
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¿Recuperaré la vista cuando llegue al cielo? Es una anciana de noventa y seis años quien se hace esta pregunta. El tiempo se le acaba, pero no tiene miedo; lo que tiene son recuerdos. Y ya lo dijo Joan Didion en «Noches azules»: «Los recuerdos son las cosas que ya no quieres recordar». Aunque no puedas desprenderte de ellas.

Corre el mes de enero de 1958. La saliva sabe a sangre y la enferma pasa del calor al frío como si la ropa que cubre su cuerpo fuera un espejismo. Respirar duele, la piel es pura llaga. Mientras agoniza en Poznan (Polonia), Sofía Casanova no se olvida de su hija Yadwiga, fallecida a los cinco años. Tras este primer recuerdo vienen todos los demás.

«No se trata de hacer balance, llegado el final, sino, simplemente, de ser consciente de lo vivido». Palabras que recoge la periodista Inés Martín Rodrigo (Madrid, 1983) en «Azules son las horas»: una novela sobre la muerte; es decir, sobre la vida. La de la primera española que se convirtió en corresponsal de guerra.

El mayor acierto

Parece increíble que esta historia hubiera pasado casi inadvertida, y en ese casi caben « Sofía Casanova. Mito y realidad», de Rosario Martínez Martínez (Xunta de Galicia), y «Vida e tempo de Sofía Casanova (1861-1958)», de Antón M. Pazos (CSIC). De ahí que el mayor acierto de «Azules son las horas» sea rescatar a una escritora y cronista que vivió cuatro guerras, que firmó la primera traducción de «Quo vadis?» al español y que fue propuesta para el Nobel de Literatura. Si se lo hubieran concedido, hoy llevaríamos la cuenta así: «De Sofía Casanova a Svetlana Aleksiévich». ¿Se lo imaginan?

Pero no corramos tanto y empecemos por el principio. La infancia gallega de Sofitiña; un padre ausente; una madre coraje. El traslado a Madrid y la sorpresa de descubrir que la niña ha renunciado a dos pares de zapatos y tres enaguas con tal de meter libros en su maleta. El castigo, los versos que va escribiendo en el aire mientras pasea, los salones literarios de la época. Por ellos se mueve Sofía como pez en el agua, sin asustarse -sólo lo justo- de la presencia de Valera, de Zorrilla, de Campoamor. Pocas pinceladas le bastan a Martín Rodrigo para retratar a aquellos hombres: «Algunos fumaban en pipa y dejaban escapar el humo como quien desliza un pensamiento».

«El Faro de Vigo» publica una de las composiciones de Sofía. Su fama crece y llega hasta la corte: los reyes quieren que recite para ellos. Y no sólo eso: Alfonso XII sufragará «Poesías», su primer libro. «La Gaceta de Madrid» le abre sus puertas, y un polaco de visita en la capital, Wincenty Lutoslawski, su corazón. Polonia es el destino de la pareja.

Será un matrimonio desgraciado: cuatro hijas, una de las cuales morirá pronto; pero ni rastro del varón que tanto desea Wincenty. Infidelidades, desprecios, lágrimas. Ella se refugia en la escritura; también en el aprendizaje de la nueva lengua. Los viajes se suceden al compás de los destinos académicos de su marido: Moscú, Londres, Kazán, donde él tendrá como alumno a Lenin. Por muy lejos que esté, Sofía no deja de recibir, hasta con tres meses de retraso, los ejemplares de ABC que le envía su hermano para tenerla al tanto de la actualidad.

El fin de su matrimonio marca el regreso a España. Aunque no todo son malas noticias: «El Liberal» quiere contar con ella. Bernard Shaw, Tolstói, Dumas hijo; su lista de conocidos se alarga: Blanca de los Ríos, Torcuato Luca de Tena, Manuel Machado, Benavente, Pardo Bazán, Ramón y Cajal, Galdós. Gracias a don Benito, precisamente, estrena «La madeja» en el Teatro Español; un paréntesis antes de volver a Varsovia en vísperas del asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria y de su mujer.

Sofía cubre el estallido de la Gran Guerra para «El Liberal», hasta que Torcuato Luca de Tena le propone ser la corresponsal de ABC en el frente oriental. Enfermera en uno de los hospitales de campaña, además de periodista, sus crónicas reflejarán una realidad sobrecogedora: gases tóxicos, gangrena, muerte. El infierno. Del que huye con su familia poco antes de la entrada de las tropas alemanas. Son las páginas más impresionantes de «Azules son las horas». En ellas, Inés Martín Rodrigo logra que sintamos el miedo y la angustia de quienes luchan por salvar la vida. Como si estuviéramos allí. Como si también nosotros fuésemos personajes en medio del caos y los obuses. Escenas terribles que, más que leerlas, las vemos, y que nos aceleran el corazón. Y no, no se trata de técnica cinematográfica; se trata de escribir eligiendo las palabras adecuadas. De saber que la literatura es eso, y no un mero encadenamiento de adjetivos. Mientras otros se empeñan en atosigarnos con metáforas huecas y bisutería, Martín Rodrigo busca desnudar al máximo su estilo, convencida de que menos es siempre más.

De Trotski a Franco

En su apuesta por convertir en novela la biografía de la primera reportera de guerra española, la autora ha encontrado el tono justo para que la voz de Sofía Casanova suene real, cercana, auténtica. Martín Rodrigo se oculta por completo tras el personaje y le cede todo el espacio; a ella y a sus sentimientos. A sus palabras. A las otras guerras que vivió, y que, en su lecho de muerte, recuerda: la Revolución Rusa, durante la cual entrevistó a Trotski; la Guerra Civil, que propició un cara a cara con el mismísimo Franco; la Segunda Guerra Mundial, que borró de nuevo las fronteras de su amada Polonia. Salvo de la española, que siguió en la distancia, de las demás iría informando en ABC a lo largo de más de ochocientos artículos. Con la objetividad por bandera.

«Pobre mujer». Así se definió Sofía Casanova. Y también: «Soy socialista como lo fue Cristo, poniéndome al lado de los que sufran persecución y hambre». Ahora, Inés Martín Rodrigo ha sabido darle vida. En una primera novela tan impecable que no parece una primera novela. Cómo serán las que vengan después

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