Iceberg en la costa de Groenlandia
Iceberg en la costa de Groenlandia
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El Ártico, un sueño en el mapa

La «fantasía del frío» que describieron los exploradores de la edad heroica, el ser que gime y ruge, que tiembla y se alza, inspirador de novelistas y geógrafos, es hoy un confín en apuros por culpa del cambio climático y la codicia humana

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El Ártico es, en el mapa, el Mediterráneo de las tierras del norte. Un mar casi interior, salvo pasillos muy precisos de conexión con los océanos del sur, orlado por litorales continentales y archipiélagos con frecuencia desolados, como los extremos de Siberia, Groenlandia, Norteamérica, Svalbard, Francisco José, Tierra del Norte y Nueva Siberia, un mar que rellena un profundo abismo en el relieve septentrional de la Tierra y con su superficie ampliamente congelada. Su centro geográfico, el Polo Norte, es así uno de los grandes confines físicos del planeta, junto con el Polo Sur, el Monte Everest o la fosa submarina de las Marianas.

El Ártico ha sido siempre, por su clima extremo y por su constitución material, una región helada resistente al hombre.

Un vacío, un mar que separa en vez de unir sus bordes costeros, en realidad un anti-mediterráneo desde el punto de vista de la historia de las relaciones humanas. Allí sólo ha habitado la soledad. La banquisa fue descrita en 1874 por el expedicionario Julius Payer como un ser dinámico que gime y ruge, que tiembla y se alza, se agrieta contra el barco aprisionado en el hielo mientras la nave se empina y crepita bajo la presión y el pavor se apodera de los marinos. El explorador Otto Sverdrup definía a finales del siglo XIX los témpanos flotantes del Ártico como un paisaje creado por la formidable «fantasía del frío», capaz de reproducir con sus formas objetos recordados del continente, como torres de iglesias, lobos al acecho, valles alpinos o palacios con ventanas y columnas. Valerian Albanov recogía en su diario en 1914 las tremendas vicisitudes de la exploración en los mares árticos: al abrirse canales de agua entre los témpanos con fragmentos de hielo flotante, los náufragos se refugiaron en un iceberg de sólo siete metros de diámetro que se iba fundiendo mientras las olas saltaban sobre ellos empapándolos. Y por eso definió aquel confín como «el País de la Muerte Blanca».

Para nosotros, los europeos, por posición, por tradiciones legendarias y por historia, es nuestro Polo, nuestro confín misterioso, letal. Nuestro hueco en el mapa. Hasta el siglo XX estuvo sin dibujo en la cartografía, y su espacio geométrico, en el cruce de los meridianos, iba tenazmente ocupado por el rótulo de «regiones desconocidas». ¿Habría islas, un continente feraz, un mar abierto, un volcán, una sima, una planicie helada y vacía? El desconocimiento le otorgó mitos y conjeturas y el afán de conocimiento requirió esfuerzos heroicos y sacrificios a lo largo del tiempo. Y así se creó en nuestra cultura un Polo Norte donde la imaginación desplazó al dato y la épica sustituyó a cualquier otro modo de contacto.

Palabras congelados

El Polo Norte ha sido, tal vez sigue siendo, el sueño del geógrafo y del explorador. Todo el Ártico es el sueño situado en el borde de nuestro propio continente. Y hasta allí llegaron también los europeos en busca de recursos, como los bacaladeros narrados por Pierre Loti, o los buscadores de pasos navegables por el borde septentrional de los continentes desde el Atlántico al Pacífico, por el noroeste y el nordeste. Y en sus lindes los estudiosos encontraron, como escribía el geógrafo y etnólogo Jean Malaurie, especializado en el Gran Norte, que el Ártico es, además, «un espacio que tiene sus realidades propias y una historia específica». No habría allí multitudes, en efecto, pero entre sus gentes residía todavía una vieja civilización que tiende a disolverse.

Para los europeos es nuestro confín misterioso. Hasta el siglo XX no figuró en la cartografía

Desde nuestro continente hemos llenado el Ártico de leyendas, antes de la llegada de los geógrafos, es decir, prácticamente hasta el siglo XX. En él podría estar, desde que Posidonio lo propusiera, la residencia de los virtuosos hiperbóreos con un ambiente bonancible. De las peregrinaciones atlánticas de Brandán proceden imágenes medievales hasta el umbral del Ártico. ¿Es el interior de un glaciar el descrito como una fortaleza de «murallas, todas talladas en duro cristal», en el que los monjes «quedaron deslumbrados por las piedras preciosas, engastadas con oro en las paredes, pero una cosa singular les desagradó y es que en aquella ciudad no había ni un solo hombre»? Rabelais señalaría más tarde la existencia de un Mar de las Palabras Congeladas en los límites del norte, donde hace tanto frío que en invierno se hielan los ruidos y las conversaciones, de modo que en la primavera funden y se vuelven a oír palabras perdidas en los paisajes vacíos, bella imagen que repitió lord Chesterfield y que también recogió Manuel de Terán.

Los científicos, como Kircher, especularon con unos polos con sendas simas, dentro de una amplia tradición. El cartógrafo Mercator había dibujado ya un imaginario mapa del Ártico con islas separadas por canales, alguna habitada y feraz, y un mar interior cuyo centro polar vendría marcado por una altísima roca negra que emergería de las aguas, mientras éstas desaparecían, tragadas por un sumidero hacia el interior del planeta. Los novelistas tuvieron en el Ártico un escenario, por tanto, donde todo era posible y ello dio lugar a una larga serie de simulaciones de viajes, algunos con encuentros del gran agujero terrestre y, a través de él, de un acceso al mundo subterráneo. Ahí destacarán, aún en el siglo XIX, Poe, Verne y Sand. Hubo quien organizó una expedición exploratoria a la «Tierra Hueca», como el capitán Symmes en 1818. Los viajeros podrían encontrar en la zona polar lo mismo un mar abierto que un continente o una región templada o un volcán en erupción.

Era de exploraciones

Ya en el siglo IV antes de Cristo, Piteas navegó hacia el norte, en busca de los países del ámbar y del estaño y de la escondida Thule, hasta donde los mares se confunden en una sustancia gelatinosa, posiblemente de hielos y nieblas. Los pueblos del norte de Europa lanzaron sucesivas oleadas de exploración de los mares boreales con sus propias circunstancias históricas. Los vikingos iniciaron este proceso, poniéndose objetivos sucesivamente más remotos, en embarcaciones ligeras, aprovechando las corrientes del Atlántico norte, utilizando probablemente la maniobra de virar en avante, ciñendo el viento, como se ha señalado en alguna ocasión. Mucho después, ya integrada América en el dominio europeo, con el consiguiente cierre español y portugués del Atlántico meridional, emprendieron los países norteños la búsqueda de pasos marinos septentrionales al Pacífico, lo que les llevó a navegar en las proximidades de los rigores árticos. De este modo, fue el sentido práctico de pescadores, colonos, comerciantes y marinos del norte de Europa y, de modo especial, del Almirantazgo británico, lo que dio lugar a los progresivos descubrimientos árticos. Y España también llegó lejos por Alaska, en el Pacífico, a los lejanos mares septentrionales y, acaso, un marino español pudo cruzar el Paso del Noroeste antes del recrudecimiento del frío de la Pequeña Edad del Hielo que tuvo lugar a finales del siglo XVI.

Escritores como Poe, Verne y Sand tuvieron en el Ártico un escenario donde todo era posible

La geografía fue, así, siguiendo no sólo a la ciencia sino al poder y a la aventura. A los mencionados expedicionarios se sumaron marinos, pescadores -entre ellos balleneros españoles y bacaladeros bretones- y exploradores -incluso austro-húngaros e italianos-, rematando la labor los norteamericanos en el mismo polo. Ninguna epopeya y tragedia de la exploración ártica como la de Franklin en 1847; pese a su rastreo tenaz posterior, la constatación de los lugares, de sus dificultades y riesgos, paró durante un tiempo el impulso explorador de Inglaterra, aunque, como escribía J. E. Richard en 1882, «los descubrimientos polares son del dominio de la nación británica, dominio que le fue legado hace trescientos años por Davis, Hudson, Baffin y otros marinos ilustres». El camino hacia el Polo Norte por un posible mar abierto fue buscado ya en 1853 por el norteamericano E. K. Kane, tras participar en las expediciones para encontrar a Franklin, sus hombres y sus barcos.

La consecución de la llegada al Polo Norte a comienzos del siglo XX fue, pues, un logro de sucesivos asaltos, un fruto de la constancia, la valentía y el sacrificio, que llevaba avanzando, paso a paso, mucho tiempo. Y también, finalmente, estuvo el éxito acompañado por la competición, que es lo menos interesante, aunque pueda ser lo que más haya atraído la atención. Y así escribía F. A. Cook en el «The NewYork Herald», el 2 de septiembre de 1909 su versión: «Tras prolongada lucha contra el hambre y el hielo, hemos conseguido por fin llegar al Polo Norte. Hemos explorado un nuevo camino». En cambio, Robert E. Peary hacía constar, por su parte: «¡Al fin el Polo! El precio de tres siglos de esfuerzos. Mi sueño, mi objetivo durante veinte años. ¡Al fin es para mí! [...] He izado hoy la bandera de los Estados Unidos en este lugar que mis observaciones me indican ser el Polo Norte del eje de la Tierra y he tomado formalmente posesión de toda la región y de las regiones adyacentes para y en nombre del presidente de los Estados Unidos de América».

Ártico del mundo

Poderosas naciones rodean el Océano Glacial Ártico: Rusia, Estados Unidos, Canadá, los países nórdicos europeos. En los lugares deshabitados de la franja septentrional de los continentes se encuentran la tundra y la taiga hasta la latitud de 60º Norte. Pero al sur, en Europa, entre los 60º y 50º, aparece con gran contraste una franja urbana, con ciudades como Moscú, Varsovia, San Petersburgo, Helsinki, Estocolmo, Oslo, Copenhague, Berlín, Ámsterdam, Amberes, Bruselas, Londres, Dublín... En Norteamérica se sitúan en tal franja Winnipeg, Calgary, Edmonton y Anchorage, no estando lejos Vancouver.

Pero no son sólo las naciones colindantes con el Ártico las que ejercen presión territorial, económica y geopolítica sobre sus aguas, hielos y fondos marinos, sino muchos más países con intereses en las condiciones que puedan derivarse de la extracción de productos y de su posible apertura a la navegación y a la pesca, en el caso de que prosiga la tendencia a su deglaciación. Ya se hace turismo por el Paso del Noroeste y se especula sobre travesías futuras por el diámetro del océano. Rusia tiene sus bases colocadas sobre el hielo cercano al Polo y ha plantado simbólicamente su bandera en el fondo marino polar. Un nuevo mapa ártico, donde desapareciera o se atenuara la palabra «glacial», llevaría a un desbloqueo del cierre físico tradicional del mar boreal y le abriría a una aplicación sobre él del calificativo de «mediterráneo», en su sentido histórico de ámbito de relaciones.

¿Otro capítulo se perfila, pues, para el Ártico en su geografía física y en la historia de los pueblos? Tal vez el ejemplo del tratado antártico entre las naciones del mundo podría extenderse al mar del norte para hacer de él un lugar de respeto y de estudio, un patrimonio regulado de todos los hombres. En ese paisaje lívido nuestro planeta aún presenta un dominio de lo natural, y soñamos con que éste debería seguir siendo el signo que lo distinga.

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