Detalle de «Áurea I» y «Áurea III» (2015), de Blanca Muñoz, que actualmente expone en la Galería Marlborough (Barcelona)
Detalle de «Áurea I» y «Áurea III» (2015), de Blanca Muñoz, que actualmente expone en la Galería Marlborough (Barcelona)
LIBROS

«20 con 20», «(Tras)lúcidas», «Poesía soy yo», esta cuenta es distinta

Poetas del siglo XIX, poetas de hoy e incluso de pasado mañana. Todas ellas, que son casi legión, firman los versos de «20 con 20», «(Tras)lúcidas» y «Poesía soy yo»

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La Historia está llena de claros y discontinuidades porque sin discontinuidad la Historia no existiría. Lo señala María Zambrano y a quienes nos interesa, no tanto lo social, sino lo simbólico que transforma lo social, sabemos que la Historia de las mujeres es una Historia de claros, que la poesía femenina es el fenómeno literario más importante del siglo XX y que la escritura de las mujeres es una constante discontinua en la Historia de la Literatura.

Que lo simbólico transforma -lo simbólico es el lenguaje, su cualidad de dar sentido y hacer inicio, de transcender con la lengua y encarnar las palabras- no es nuevo. Que las mujeres han escrito siempre, y su diálogo lanzado al mundo es diferente, fruto de la experiencia sexuada y la vida misma, tampoco es algo nuevo.

Mirada atenta

En 2016 se han publicado tres antologías que alumbran en sus mapas un silencio cultural -que no femenino- impuesto sobre la escritura de mujeres. Silencio del que existe una excelsa bibliografía, fruto de más de cuarenta años de estudios feministas que resulta imprescindible ya que una recuperación apresurada y acrítica de la historiografía literaria femenina puede terminar reproduciendo, en gran medida, las hipótesis sobre las mujeres y la escritura transmitidas por la historiografía tradicional.

Una mirada atenta nos coloca ante cuestiones recurrentes, que la crítica literaria feminista resolvió hace más de veinte años y sus respuestas configuraron una hipótesis de continuidad histórica que los prólogos de estas antologías no señalan, redundando en una retórica cuya pobreza simbólica es propia del patriarcado y de los estertores de una cultura que está llegando a su fin. La separación de la poesía femenina -todavía necesaria en estos tiempos en los estudios literarios- no tiene sentido si no es gozosa y va acompañada de una teleología o finalidad política de la que estos prólogos adolecen. Falta la originalidad del pensamiento femenino y la teoría feminista, la Gracia, que diría Emily Dickinson, de la propia tradición y la genealogía de la que esta poeta excelsa y tantas otras se han nutrido, porque son el corazón de la política. Lo hizo sin decirse feminista, es decir, sin querer encasillarse en la idea que circulaba sobre la opresión femenina en su época, la primera antóloga de este país, que fue Carmen Conde.

Estado de rebeldía

Lo femenino, cuando se vive como un más inapresable, señala un indicio, un movimiento que alumbra nuevos sentidos en la experiencia del mundo. Es desde ahí, desde donde la poesía femenina se rebela y revela nuevos pasajes entre el ser y el no ser, en lo que queda entremedias. No siempre sucede, pero cuando la mujer que escribe hace coincidir el estado de rebeldía junto con la acción que se mueve en la revelación, nos encontramos en un terreno de desvelamiento: el de la ontología y la libertad femenina, que caracteriza la buena poesía escrita por mujeres y que nunca ha tenido que ver con los derechos ni las leyes, con las cuotas ni el canon.

No lo tuvo en tiempos de la poeta Enheduanna, cuyo nombre custodia la autoría del primer texto de la Historia de la escritura, a principios del tercer milenio antes de Cristo. Tampoco en tiempos de Safo y Nóside de Lócride, de Hafsa Bint Al-Hayy Al Rukuni y sus coetáneas, de Margarita de Porete y la poesía de las beguinas, de Sor Juana Inés, de Emily Dickinson, Ernestina de Champourcín y Concha Méndez. Esta retahíla es sólo una de tantas. Parece discontinua, pero entremedias de cada nombre, son legión. Y en el tropel, el estilo excelso y directo de la palabra viva alumbra los orígenes de la poesía y recorre los cantos anónimos femeninos desde el antiguo Egipto a la poesía hindú que compone el «Kurumtokai» (s. IV y III a. C). Y antes, la poesía anónima del «Shi Jing» (siglos IX-IV a. C.) a los «izram» que cantan las mujeres bereberes en el Rif, hasta alcanzar nuestras jarchas, cuya autoría hoy nadie discute sea femenina.

Los prólogos de estas antologías redundan en una pobreza retórica patriarcal

El canon cambiará si las mujeres que escriben dejan de situarse en un lugar neutro y desarraigado. Aunque no olvidemos que estar en el canon no modifica las condiciones de felicidad de nadie, igual que tener derechos no asegura la libertad. Cuando dejen de ser pensables ciertas explicaciones y aburridas redundancias en los prólogos de antologías femeninas -debates enterrados por la crítica feminista hace más de veinte años y que tienen que ver con la política sexual- celebraremos con entusiasmo la publicación de antologías de mujeres. Con esa dicha que da no tener que compararse con nadie, ni buscar la medida en lo que los hombres dicen o hacen.

Las buenas poetas lo saben. Saben que en lo simbólico, en la encarnación de la lengua, está el juego de la existencia libre, también la posibilidad de volver a unir poesía y pensamiento. Lo saben Isabel Escudero y Clara Janés, Juana Castro y Mª Ángeles Pérez López, Almudena Guzmán y Aurora Luque, lo saben Isla Correyero y Chantal Maillard. Ahí tienen otra retahíla. Entremedias, legión. Un número indeterminado de mujeres que han cantado y escrito poesía.

En un mundo cultural en el que la riqueza poética echa cuentas falsas, hasta es de agradecer la mal nombrada ausencia femenina por lo que ella sugiere de riqueza incontable. Desde ahí, carestía o ausencia -libres de la forzada comparación-, salimos enriquecidas. Lo enseña María Victoria Atencia en un poema que siempre nos sirve: «Esta cuenta es distinta. / Llegaremos a cero y, sobre esta carencia, / plenitud será vida».

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