El dibujante Art Spiegelman, lápiz en mano
El dibujante Art Spiegelman, lápiz en mano - ABC
cómic

Art Spiegelman: «Soy un fundamentalista de la libertad de expresión»

Tras reflejar el Holocausto en «Maus», el padre del cómic «underground» se atreve con el Nueva York posterior al 11-S en «Sin la sombra de las torres»

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Los padres de Art Spiegelman (Estocolmo, 1948), supervivientes de Auschwitz, le enseñaron a tener la maleta siempre hecha. Esa sensación de temporalidad, de temer que el mundo pueda acabarse a cada instante, ha acompañado al dibujante desde que aterrizó en Estados Unidos con su familia, con apenas tres años.

Hoy, convertido en el padre del cómic underground (y no tanto) gracias a «Maus», obra que retrata la barbarie del Holocausto como nunca antes (gráficamente) se había hecho, Spiegelman reconoce que la calamidad es su musa. Una musa que, tras una temporada de sequía provocada por la intensidad de «Maus», volvió a visitarle tras el 11-S. El resultado es «Sin la sombra de las torres», una obra monumental, que deja sin aliento, publicada en Estados Unidos en 2004 y que Reservoir Books ha recuperado ahora en España.

La causalidad, madre de todas las creaciones, ha querido que su publicación en nuestro país se produjera poco después de los terribles atentados contra la sede de la revista «Charlie Hebdo». Una catástrofe que sirvió de hilo conductor de esta conversación con Art Spiegelman, mantenida vía Skype y donde el dibujante traza, sin reparos, el paisaje de la novela gráfica actual.

- Es pionero en el uso del cómic para tratar temas tan serios y trágicos como el Holocausto o el terrorismo. ¿Qué le llevó a elegir ese medio como instrumento creativo?

- No conocía nada mejor, así de sencillo. Desde que era niño siempre pensé que los cómics eran apropiados para cualquier cosa y, a medida que mis intereses iban cambiando, los iba plasmando en el medio con el que trabajo: los cómics. De todos modos, siempre he desconfiado más de la pintura; los cómics son muy directos. Desde el momento en que fui consciente de que los cómics no eran fenómenos naturales, como los árboles o las piedras, supe que quería estar relacionado con ese mundo. De niño, si algo no estaba impreso en papel, no me interesaba.

- Hablemos de «Maus», obra que ha marcado su carrera y para cuya elaboración se basó en la experiencia de su padre durante el Holocausto. Al cumplirse el 70 aniversario de la liberación de Auschwitz, ¿cree que hemos aprendido de todo lo ocurrido? Me refiero a Europa, fundamentalmente.

- No hemos aprendido lo suficiente, ni en Europa ni en el resto del mundo. De hecho, aún hay genocidios. Uno de mis mayores miedos es que al Holocausto se le da, constantemente, un uso político.

- ¿Cómo se le ocurrió la portada que ilustró «The New Yorker» tras el 11-S?

- Vivimos muy cerca del lugar donde se levantaban las Torres Gemelas. Esa mañana salimos, antes de que todo ocurriera, y de repente vimos lo que nos pareció un pequeño avión que se dirigía hacia una torre y chocaba por accidente. Cuando intuimos lo que estaba pasando, echamos a correr hacia allí para recoger a nuestra hija, porque su colegio estaba al lado. Entonces oímos el segundo impacto. Cuando volvimos a casa, las líneas de teléfono estaban colapsadas, pero en el contestador había un mensaje de «The New Yorker» para mi mujer [ Françoise Mouly, jefa de arte de la revista neoyorquina desde 1993] explicando que iban a sacar un número especial en unos días. Cuando lo organizamos todo para dejar a los niños con alguien, yo me fui a mi estudio y ella se fue a la sede de la revista. Tras intercambiarse un puñado de mensajes con varios dibujantes y hablar conmigo, a nadie se le ocurría nada -a mí tampoco-. El caso es que buscábamos una imagen; «The New Yorker» quería limitarse a usar una fotografía, como todo el mundo. A mí me parecía un insulto terrible, pero ninguna otra cosa era suficiente. Alguien sugirió que debíamos sacar una portada negra. Yo dije que eso era una locura, una derrota absoluta. Estaba trabajando con una imagen que mostraba un majestuoso cielo azul y una mortaja negra que representaba las torres flotando en el cielo. La idea era aunar un día tan hermoso con la muerte. Yo quería usar la mortaja y, finalmente, decidimos poner un fondo negro. Aquello se convirtió en algo importante para mí, y parece que también para el resto de Nueva York, y quizá del mundo. Vivía a pocas manzanas de las torres y cada vez que iba de casa al estudio pensaba que aquello era un mal viaje de LSD, una alucinación. Pensaba que las torres aún estaban ahí, y esa imagen de negro sobre negro representaba una especie de espectro, algo que parece estar presente, pero que no lo está. Lo irónico ahora es que «The New Yorker» ha trasladado sus oficinas a la torre construida justo donde estaba el World Trade Center. La verdad es que no nos hace mucha gracia.

- ¿Se refiere a su mujer y a usted? ¿Por qué?

- Mi mujer procura llevarlo lo mejor posible, pero cuando veo que han construido un rascacielos tan alto en el mismo sitio donde estaban las otras torres, me digo que lo único que le falta a la nueva es un cartel enorme con forma de diana.

-Mirar ahora al «skyline» de Manhattan y no ver las Torres Gemelas… ¿Ha logrado desvincular el paisaje de los ataques?

- Aún estoy lo bastante inquieto para preocuparme, porque mi mujer ahora trabaja allí. Es una especie de inquietud constante, pero Nueva York cambia constantemente, cada vez más rápido, es la naturaleza de la ciudad. Me molesta mucho, por ejemplo, que el Soho se haya convertido en un barrio tan chic. De hecho, si existiese otra Nueva York me mudaría allí rápidamente, sin pensarlo.

- «Sin la sombra de las torres» presenta ciertos paralelismos con «Maus». ¿Cree que existe, en cierto sentido, una especie de continuidad histórica de Auschwitz al 11-S?

- Yo no le daría demasiada importancia, la verdad, porque estamos hablando de acontecimientos a una escala muy distinta. Me estaba volviendo loco, así que el libro refleja mis miedos personales. Después de «Maus» no creo que vuelva a escribir otro libro demasiado largo. Justo después de publicarlo, «The New Yorker» me ofreció un trabajo a tiempo completo como editor, dibujante y guionista. Me estaba reinventando, porque la gran sombra de «Maus» cayó sobre mí y sobre mi trabajo. Cuando volví a escribir cómics esa sombra reapareció. Objetivamente, el pasado de Maus me influyó a la hora de dibujar Sin la sombra de las torres, pero no estoy confundido, no los coloco en la misma escala de gravedad. Por muy terrible que fuera el 11-S en Nueva York y por horrible que haya sido el 7 de enero en París, no fueron cataclismos tan grandes como otras cosas que están sucediendo ahora.

- A lo largo de la conversación ha mencionado el ataque terrorista contra «Charlie Hebdo». ¿Qué sintió cuando se enteró de lo ocurrido?

- Quedé horrorizado. Conozco a varias personas de «Charlie Hebdo» y tengo un amigo dibujante que trabaja en la revista, aunque por suerte una de las reglas de los anarquistas es no ir nunca a las reuniones. Fue algo muy visceral, lo sentí muy cercano. Era una cercanía distinta a la de las torres, claro, pero aun así… Fue espantoso. Creo que sucedió un miércoles y el viernes estaba subido a un avión de camino a China para hablar sobre derechos humanos y libertad de expresión. Estaba intentando comprender lo que pasaba en París, pero desde el continente equivocado. Antes de marcharnos, en la revista planeaban hacer la portada sobre ese tema. Yo había empezado a pensar en ella, pero solo quería entender lo que había sucedido... Sigo queriendo dibujar caricaturas de Mahoma, porque cuando alguien me prohíbe dibujar algo, ese tema se vuelve muy inspirador.

- Claro, no hay nada más inspirador y atractivo que la prohibición.

- Por puesto. Como artista gráfico, resulta muy difícil responder a lo sucedido. Pero, volviendo al tema, la noche justo antes de marcharnos -recuerdo que era una noche muy fría-, fui a una manifestación en apoyo de «Charlie Hebdo» en Union Square, el mismo sitio donde nos reunimos tras los ataques del 11-S. Había varios centenares de personas convocadas a través de Twitter, de origen francés en su mayoría. Todo el mundo estaba allí, muerto de frío y gritando: «¡Je suis Charlie!». Pero yo levantaba la mano gritando: «¡La vida de los dibujantes importa!»...

- ¿Qué se le puede pasar por la cabeza a alguien que dispara contra otras personas solo porque piensan de forma diferente?

- Me resulta muy difícil comprender a los fundamentalistas, aunque yo sea una especie de fundamentalista de la libertad de expresión. Por lo que he leído, consideran que lo que hicieron los dibujantes fue un insulto y un ataque hacia gente indefensa, que ha sido privada de derechos en Francia: los miembros de la comunidad musulmana no integrada, que en su mayoría no son terroristas, aunque sí están un tanto alienados. Esa es la cuestión social que hay tras los ataques. Pero la realidad es que a mí me explota la cabeza al pensarlo. No puedo aceptarlo. En 2006, un periódico danés tuvo problemas por publicar caricaturas de Mahoma. Aquello se vio como un insulto hacia la minoría musulmana de Copenhague. Hubo repercusiones en todo el mundo y varias publicaciones volvieron a imprimir los dibujos -algo que debería haber hecho todo el mundo, en mi opinión-. Uno de los pocos que volvieron a publicar las caricaturas fue «Charlie Hebdo», porque era su trabajo. Esas revistas están ahí para poner a prueba los límites de la libertad de expresión, para lanzar críticas de la forma más escandalosa posible. Que volvieran a publicar las caricaturas, algo que casi nadie estaba dispuesto a hacer, fue para quitarse el sombrero: ¡chapeau! En Estados Unidos tampoco las mostraron, porque cuando se trata del fundamentalismo, a la hora de mostrar lo que debería mostrarse, muchos de los medios estadounidenses son casi patológicamente educados. Sin embargo, no se podían comprender los problemas de 2006 sin ver las doce caricaturas, como no se puede entender lo que está pasando ahora sin ver los dibujos de Charlie. En Estados Unidos, «The New York Times» se negó a mostrarlos alegando que no era educado. Solo tras recibir muchas quejas, el editor explicó que temía por sus trabajadores.

- ¿Cree que los medios estadounidenses no hicieron su trabajo?

- Lo creo firmemente. Es una larga historia, pero en los últimos siglos las imágenes se han visto degradadas en nuestra jerarquía de pensamiento. Desde que la literalidad cobró importancia en nuestra cultura, las imágenes, que eran la principal forma en que nos comunicábamos -basta ir a cualquier iglesia-, quedaron degradadas, como si fuesen una forma muy sencilla de comprender las cosas, a pesar de que estamos en un planeta cada vez más visual y es necesario ver para empezar a comprender. En el caso de las caricaturas danesas, por ejemplo, si alguien publicaba alguna imagen solía ser la más icónica, la que tenía un significado más directo. Los otros dibujos mostraban toda una gama de respuestas de dibujantes que tenían miedo de dibujar ciertas cosas, y vi cómo eso se repitió en París. Quien no tenía acceso a internet o a los pocos medios que se atrevieron a mostrar las caricaturas de «Charlie Hebdo» se quedaba desconcertado, no sabía a qué se debía todo aquello. Es necesario ver las imágenes. Es una colisión fundamental entre dos formas distintas de ver el mundo. A mí me gusta una en particular, que muchos no entienden y no les interesa entender para evitar que les peguen un tiro.

- En ese sentido, ¿cree que los cómics, las novelas gráficas, pueden resultar un desafío para la sociedad?

- Los dibujos son los ladrillos de los cómics, recuadros con un significado completo, como una frase en una novela… Los dibujos son muy eficaces, y eso es lo que aterroriza a los yihadistas. Ese es el motivo por el que funcionan tan bien en cualquier sitio: plasman imágenes simplificadas, que pueden pasar a través del ojo y llegar directas al cerebro antes de que te dé tiempo a parpadear. Se puede usar el lenguaje de los cómics sutilmente. En el caso de «Maus», por ejemplo, era una forma de eliminar el elemento racista de retratar a los judíos como unos roedores subhumanos, y darle la vuelta, poniendo énfasis en su humanidad y en que caminan erguidos sobre sus patas traseras. Esa es la dificultad de mantener el interés en un lenguaje encubierto como el de los cómics, y su uso tiene unos límites naturales. Todos los dibujos están construidos sobre una especie de insulto. El propio lenguaje de los grafitis, y sin duda de las caricaturas -que literalmente significa «carga» en italiano-, está basado en una especie de insulto. Por lo tanto, ese insulto va implícito, por matizado que esté el resultado final. Hay que aceptar que en la mesa del dibujante, además de lápices y colores, hay nitroglicerina.

- ¿Y qué me dice de cuando el arte es instrumentalizado por los gobiernos?

- Es una pregunta mucho más complicada de lo que parece. El arte es una forma de expresión, y los gobiernos están creados, precisamente, para proteger la expresión, pero no siempre es así. No sabría decir si se produce una instrumentalización, pero creo que en algunos sentidos los dibujantes de «Charlie Hebdo» se sorprenderían, y probablemente se reirían, de que todos los políticos dijeran entonces ser Charlie. No creo que lo que hubieran querido. Charlie nunca se hizo para ser un eslogan sobre una camiseta. Por otra parte, me entristece ver los dibujos en el blanco de las críticas y a muchos dibujantes arrestados en otros países.

- Por supuesto, en Siria, por ejemplo.

- En Siria, sin duda, sí. Pero en otros sitios también. Es evidente que la gente debe tener permiso para dibujar y escribir cosas, es algo tan básico... ¿Acaso se instrumentaliza algo solo por dibujarlo? No. Usamos las imágenes para comunicar. La forma en que los políticos usan este tipo de cosas me resulta muy compleja y problemática… Incluyendo, como ya he dicho, el deseo bienintencionado de reprimir los mensajes de apoyo a los terroristas.

- Me pregunto qué tienen los dibujos para enfadar tanto a los poderosos... ¿Es cierto que le costó encontrar una editorial que quisiera publicar «Sin la sombra de las torres»?

- Sí, sí, se trata de una forma de censura diferente, impuesta económica y socialmente -más civilizada que llevar a un grupo armado a mi estudio-. Aunque la verdad es que no había demasiado espacio para ese tipo de libro en el debate americano que siguió al 11-S. Todo el mundo temía que le viesen como antipatriótico, sobre todo los liberales, por así decirlo. Al final, una serie de publicaciones en el extranjero apoyaron el proyecto, en Inglaterra, Francia, Italia… En Estados Unidos la única publicación que estaba dispuesta a sacarlo y que me pareció apropiada fue el número en inglés de «The Weekly Forward». Me topé con uno de los editores y me preguntó qué estaba haciendo. Le hablé del proyecto sobre el 11-S y me preguntó si podía verlo y publicarlo. Me ofrecieron la contraportada para ir publicando las páginas de Sin la sombra de las torres.

- Creo que su vista no es del todo buena, no tiene una percepción buena de la profundidad. ¿Cómo le afecta a la hora de trabajar?

-En Estados Unidos, de niño, tienes que jugar al béisbol, porque si no estás por debajo de las niñas en la jerarquía social. Así que siempre me obligaban a jugar al béisbol, y yo no tenía ni idea de dónde estaba la bola, siempre me daba en la cabeza, no había manera de cogerla, así que me vi obligado a huir a las bibliotecas, lejos del béisbol y la humillación. Fue en las bibliotecas donde encontré montones de dibujos antiguos e historias de gente como Kafka. Siempre iba allí después del colegio. Lo curioso es que, al parecer, hay unos cuantos dibujantes que tienen el mismo problema que yo y, de hecho, resulta útil: para mí no hay diferencia entre las dimensiones de los dibujos y la realidad, es lo mismo. Antes no tenía ni idea de que la mía no era la forma en que veía todo el mundo. Y desde entonces todos los dibujos se han vuelto mucho más claros. Creo que es más una ventaja que una desventaja. No sería tan bueno si intentase corregirlo.

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