Guillermo Solana

Isabel Quintanilla: La pintura silenciosa de una artista vivaz

La artista fue la más joven del grupo de realistas de Madrid

La artista Isabel Quintanilla Ignacio Gil

El miércoles por la mañana, cuando iban a tomar el avión para Melilla, Antonio López y Julio López Hernández supieron de la muerte repentina de Isabel Quintanilla , la más joven del grupo de realistas de Madrid. Maribel, como la llaman sus compañeros, había nacido en 1938, en plena Guerra Civil. Su padre fue militar de la República y murió en la posguerra en el campo de concentración de Valdenoceda; Maribel nunca quiso explotar en ningún sentido esa circunstancia que marcó trágicamente su juventud. En 1953 ingresó en la Escuela de Bellas Artes de Madrid, donde conocería a sus compañeros y a su marido, el escultor Francisco López Hernández, que la ha precedido en la muerte solo nueve meses. Se casaron en 1960 y se fueron a Roma, porque Francisco había ganado una beca de la Academia de España. A pesar de las penurias que pasaron, fueron cuatro años decisivos. Allí tuvieron a su único hijo, Francesco. Y allí descubrieron la pintura mural del Renacimiento y sobre todo la pintura romana de la antigüedad. Maribel me dijo una vez que las pinturas de Villa Livia (conservadas hoy en el Museo de las Termas de Diocleciano) la emocionaron «más que todo el Renacimiento».

Hacia 1973, Maribel y Francisco se instalaron en una casita de una colonia de Madrid. Los rincones de la casa y del pequeño jardín de la calle Primera inspirarían las mejores pinturas y dibujos de Maribel. Su pintura tuvo éxito en Alemania; se expuso (y se expone aún) en Fráncfort, Múnich, Darmstadt, Colonia, Hamburgo, Berlín... y algunas de sus piezas maestras se quedaron en colecciones alemanas, lo que no ha favorecido que se vean en España. En nuestra exposición de los Realistas de Madrid del año pasado, Maribel fue el gran descubrimiento para muchos espectadores. Siento no haber tenido tiempo para dedicarle en vida la retrospectiva que merece y que haremos, ahora ya sin ella, con la ayuda de su hijo, de sus compañeros artistas y de sus galeristas, Leandro e Íñigo Navarro.

Maribel, me decía ayer en Melilla Antonio López, abordaba la pintura «con una seriedad tremenda». Y en la obra de sus años centrales, entre los sesenta y los ochenta del siglo pasado, su mirada tiene «algo implacable». Pero algo muy distinto, añade Antonio, de los fotorrealistas americanos, porque ella trabaja del natural.

No ha habido una pintura menos retórica, más silenciosa que ésta. En contraste con la Maribel que yo he conocido: alegre, vivaz, expansiva, que compensaba de sobra el mutismo casi continuo de su marido.

Ahora que se ha ido, me acuerdo de su dibujo de un vaso de Duralex en el alfeizar de una ventana y me parece la imagen misma de toda la obra de Maribel: tan delicada y tan fuerte, tan callada y tan conmovedora, tan humilde y tan grande al mismo tiempo.

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