Vicente Aleixandre, visto por NIETO
Vicente Aleixandre, visto por NIETO
Domingos con Historia

Vicente Aleixandre: la resistencia de la belleza

La suya fue siempre una lírica amplia, volcada en versos dilatados, insaciables, sin descanso. Era el verbo arracimado

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Vicente Aleixandre publicó «Sombra del paraíso» en 1944. Aquellos años de miseria, de miedo, de esperanza, de rencor y de fanfarronería distribuidos a ambos lados de la línea que distinguía claramente a vencedores y vencidos, no pueden pasar a la historia de España como tiempo de silencio, aunque tanto tuviera de penitencia. Porque junto al ensayo histórico o filosófico, en el que se debatía el ser de España, estaba librándose un combate decisivo en el territorio de la creación literaria. No era una batalla entre españoles, en este caso: era, sencillamente, una lucha por sostener la fuerza de la palabra, el vigor de la lengua, la capacidad de nuestro idioma para dar sentido al mundo. Era la conmovedora, la insobornable, la furiosa resistencia de la belleza.

Los años cuarenta manifestaron algo más que la desdicha del naufragio de un proyecto nacional soñado desde el 98. En esa década se demostró cómo la palabra se negaba a rendirse, alzaba el rostro ante la adversidad y rechazaba que nuestra lengua pudiera negociarse. Sobre la podredumbre de las ruinas y la miseria moral, se pronunciaban palabras que proclamaban, con la energía heredada de la tradición gloriosa anterior a la guerra, que España se ponía en pie, apoyándose en un idioma al que las generaciones precedentes habían dotado de los recursos líricos de una segunda edad de oro.

Escribir era dar fe de vida. La resistencia de la belleza era la prueba de que el hombre de un lugar y un tiempo concretos, el español de la primera posguerra, recuperaba la voz para afirmarse de nuevo, criatura con conciencia y ambición de eternidad que se expresaba en el lenguaje poético. Mientras la narrativa sumía a los lectores en el realismo español restaurado, la poesía cumplía una misión más alejada de la circunstancia temporal, menos sometida a la labor de crónica. La poesía volvía a escribir a la luz de la perpetuidad, a la sombra del paraíso.

El libro de Aleixandre llevaba a su culminación un lenguaje especial, con el que había logrado ya abrirse paso en la difícil competencia de sus compañeros de promoción. La suya había sido siempre una lírica amplia, volcada en versos dilatados, insaciables, sin descanso. Era el verbo arracimado, izándose en busca del sentido de la creación, echándose sobre la tierra para hallar, en cada quietud de la piedra, en cada músculo del aire, en cada aliento de la luz, un fragmento de la vida total en la que el hombre se descubre como individuo universal.

«Sombra del paraíso» fue redactado, desde el final de la guerra hasta el año de su edición, para sostener, aun en aquellas circunstancias, el latido de la existencia , de un modo muy distinto a como vimos en Blas de Otero. No hay en Aleixandre ni diálogo con Dios, ni sospecha de orfandad, ni miedo a la terrible conciencia anticipada de la muerte. No. Lo que se encuentra en él es la sustantiva relación entre la naturaleza y el destino del hombre. Pero de un hombre que solo podrá serlo plenamente en el centro de una creación que aguarda su palabra para dotarse de significado.

Y, por ello, por esa exigencia de alegría que se impone el poeta en momentos de penosas pérdidas personales, en tiempos en que la muerte visitó a los españoles, «Sombra del paraíso» fue la consagración de la palabra poética en la España de mediados de los cuarenta. Lo fue porque, mientras en otros lugares se escribía solemnemente para tratar de entender la tensión entre el hombre temporal y su afán de eternidad –el caso de Eliot y sus majestuosos «Cuatro cuartetos»–, Aleixandre reivindicaba la misma tradición que había recorrido la lengua de Juan Ramón Jiménez, Lorca, Guillén y la del Cernuda anterior a la guerra civil.

Palabra en estado puro

En diversos tonos, con diversa melodía, todos ellos buscaron ese instante que contiene la eternidad en la vida del hombre. Esa fue la aportación de un afluente caudaloso de la lírica española a la poesía europea del siglo XX. Y lo fue de un modo que se alejaba del apego a la narración que ha menoscabado la peor parte de la llamada poesía de la experiencia muchos años después. Lo hizo recurriendo a la fuerza de la metáfora, a los recursos de una palabra en estado puro despeñándose libremente por un abismo donde el verbo se hace conocimiento, revelación, tacto inagotable de la verdad última del mundo.

A esa actitud se refería Aleixandre al describir el oficio del poeta en la entrada del libro: «Esa luz que en el mundo/no es ceniza última,/luz que nunca se abate como polvo en los labios,/eres tú, poeta, cuya mano y no luna/yo vi en los cielos una noche brillando.» Esa tarea sagrada es la que corresponde al poeta, la que tiene que abrirse paso con el lenguaje atestado de imágenes, mediante el cual Aleixandre se adentraba en la recuperación de un mundo de criaturas inocentes y libres: «Allí presenciasteis cada día la tierra,/la luz, el calor, el sondear lentísimo/de los rayos celestes que adivinaban las formas.» Seres con la mirada única del hombre: «Mirada repentina para un mundo estremecido/que se tiende inefable más allá de su misma apariencia.»

Les amenazaba la conciencia de la muerte, de la nocturnidad absoluta: «Esta noche, cóncava y desligada,/no existe más que como existen las horas,/ como el tiempo, que pliega/lentamente sus silenciosas capas de ceniza, borrando la dicha de los ojos, los pechos y las manos.» Aquel libro era, en 1944, el canto a la unanimidad fraterna de los hombres libres, frente al uniformismo atemorizado de la posguerra. Era la invocación a la alegría y la esperanza del hombre frente a la violencia del rencor. Era hablar con Dios de otro modo, quizá. O era hablar en el nombre de Dios, en aquel idioma español donde la resistencia indomable de la belleza era afirmación rotunda de la patria.

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