El último Baroja

Hombre entrañable y heterodoxo, de una sensibilidad rara y especial, inequívocamente barojiana, vivió volcado en el cuidado de los suyos

FRANCISCO FUSTER

Recuerdo como si fuera ayer el día en que conocí a Pío Caro Baroja , una mañana de agosto de 2010. Acababa de empezar mi tesis doctoral sobre El árbol de la ciencia y contacté con él porque quería consultar la biblioteca de su tío, Pío Baroja. Su respuesta fue inmediata: «Está usted invitado a venir cuando quiera». Le tomé la palabra y dos meses después estaba en Vera de Bidasoa. Llegué a la casa familiar de los Baroja, a la que el mismo dedicó un libro precioso (Itinerario sentimental: guía de Itzea, 1996), y me lo encontré en el balcón esperándome: «¿Es usted el profesor valenciano? Pues pase para dentro y suba». Durante toda la semana estuve empapándome de la atmósfera barojiana en compañía del hombre vivo que mejor lo conocía y que, tras la muerte de su hermano Julio, se había convertido en el heredero y portavoz del clan; en el auténtico guardián de sus esencias.

Nacido el 5 de abril de 1928 en Madrid, en el seno de una familia que no necesita presentación, fue el cuarto y último hijo (además de Julio tuvo dos hermanos, Ricardo y Carmen, a los que no conoció porque murieron de forma prematura) del matrimonio entre la escritora Carmen Baroja y el editor italiano Rafael Caro Raggio. Teniendo en cuenta esos precedentes, no sorprendió a nadie que, desde muy joven, se sintiese atraído por el arte, en este caso por el mundo del cinematógrafo. Pese a haberse licenciado en Derecho, al regresar de su estancia en México, donde se exilió durante siete años (1952-1959) huyendo del asfixiante ambiente de la posguerra, retomó su verdadera vocación y se dedicó –con la colaboración inestimable de su hermano– a la elaboración de guiones y la dirección de documentales de tema etnográfico (El Greco en Toledo, El Carnaval de Lanz, El País Vasco de Pío Baroja, Navarra: las cuatro estaciones) que fueron emitidos en el NO-DO y en Televisión Española, y que contribuyeron a la recuperación del folklore vasco y, en general, a la difusión de la cultura popular en España.

Como el resto de los Baroja, también cultivó con pasión la escritura, dando a la imprenta una importante trilogía de libros de memorias (El gachupín y En busca de la juventud perdida; 1995; y El águila y la serpiente, 1997), varios volúmenes misceláneos de recuerdos autobiográficos (La barca de Caronte, 1998; Recuerdos de un documentalista/Historias de la vieja querida, 2002; En aquel tiempo, 2003) y sendas monografías sobre distintos miembros de la familia –La soledad de Pío Baroja (1953), Imagen y derrotero de Ricardo Baroja (1987) o Un abuelo fantástico: vida y obra de Serafín Baroja (2009)– convertidas hoy en referencias bibliográficas ineludibles. Hombre entrañable y heterodoxo , de una sensibilidad rara y especial, inequívocamente barojiana, vivió volcado en el cuidado de los suyos y siempre acompañado de su esposa, Josefina Jaureguialzo. Con el permiso de los hijos de ambos, Pío y Carmen, se puede decir que este lunes, 30 noviembre, ha muerto el último Baroja.

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