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Domingos con historia

Sánchez Ferlosio, el español rescatado

«El Jarama» fue uno de las novelas que recuperaba el impulso literario y la sobriedad de los escritores del 98

MADRID Actualizado: Guardar
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Hoy asistimos a la vana retórica que acompaña siempre al nacionalismo. El discurso cursi o heroico tiene que compensar la carencia del sereno civismo con el que se nombra a una patria en la que conviven ciudadanos emocionalmente maduros. El verbo obeso del tribalismo y el lenguaje hinchado de las liturgias locales recorren los territorios en los que la carencia de una verdad comunicable se sustituye por el sonido a hueco de una realidad imaginaria. El escenario de provocación en que se ha convertido el espacio público español ha acabado por crear sus propios códigos de exagerada grandilocuencia, de febril gesticulación. Los doctrinarios del folclorismo pordiosero necesitan esa sintaxis retorcida y esas entonaciones en las que levanta el vuelo su mística populachera.

Una nación que intenta explicarse a sí misma y narrar su experiencia cotidiana, que descubre su esencia en la novela y la poesía, en el teatro y el ensayo, siempre se siente más cómoda en la escritura sin aspavientos con que hablan de ella los ciudadanos que la viven al margen de complejos y misticismos estériles. Una nación se comprende mejor en la literatura pausada, tierna y directa, en la difícil sencillez con que se relata una pasión. La austeridad del lenguaje no es el fruto de la carencia de medios sino de la veneración al idioma en el que se escribe y el resultado del respeto a aquello de lo que se habla.

Soberbios narradores

Hablar de España y de los españoles en los años cincuenta exigía devolverle la dignidad a la lengua española. Un puñado de soberbios narradores encontró el tono quedo, la medida justa, la relación directa entre las palabras y las cosas, tras haber asistido al penoso espectáculo de un patrimonio verbal puesto al servicio de la ostentación, la patraña y la grandeza de cartón piedra. El español se alzó entre aquellas ruinas, la amada lengua volvió a escribirse y a leerse brotando con la inteligencia de su exactitud, abriéndose paso entre el follaje infecto de la prosa ministerial y la retórica subvencionada. El verdadero patriotismo solo necesita expresarse con la exigente belleza de la sobriedad. Y España tuvo la fortuna de que algunos escritores formidables recobraran el impulso severo de aquel castellano que a comienzos del siglo se recostó en la rectitud desnuda de aquella tierra que las palabras recorrieron a tientas, minuciosas y humildes, perfectas y serias.

Al rescate de la tradición del 98 llegaron libros como «El Jarama», con el que Rafael Sánchez Ferlosio ganó el Premio Nadal de 1955. Un día de campo, una excursión de jóvenes alegres que surgen milagrosamente de la larga agonía de la posguerra, un merendero austero junto al río. Los muchachos, excitados por la jornada festiva, hablan con una claridad sin remiendos intelectuales que los hace verdaderos habitantes de aquel Madrid que intentaba erguirse en una paz aún insegura. La reiteración, la banalidad, la indolencia de las conversaciones consiguen reflejar magníficamente el paso perezoso del tiempo, la pesadez de la atmósfera, el fluido interminable de un domingo absorto.

Espléndida crónica

Ferlosio disponía de suficiente materia verbal para haber inculcado a aquel relato el preciosismo del adjetivo y la abundancia de las imágenes. Tenía la suficiente capacidad para haber trazado complicados retratos psicológicos de una juventud despreocupada. Tenía carácter de sobra para haber impreso una desoladora crueldad al retrato de aquella historia festiva que acababa en la escena trágica de una muerte accidental. Pero prefirió ofrecernos esa espléndida crónica aparentemente desapasionada, presa de la inercia de los actos cansinos y del ritmo apacible de un tiempo en el que nada ocurría de verdadera importancia, como si se narrara el pulso indiferente de un corazón dormido.

Los lectores descubrieron en seguida que «El Jarama» era un reto imponente, en el que la capacidad del narrador y la expresividad del lenguaje se ponían a prueba. Sánchez Ferlosio hizo que la realidad sofocada, triste y fatalista de aquella España se revelara con lo que consiguió convertir en su propia voz. Puso su potencia narrativa al servicio de una generación que se asomaba apenas a una patria aún insegura, temerosa de ser feliz, capaz de depositar esperanzas sencillas en lo que cada día le ofrecía, dispuesta a enderezarse tras una tragedia inmensa, necesitada de tomar distancias de las retóricas destructivas de unos y otros.

Una lengua viva

Que nadie entienda que todo ello exigía el empobrecimiento del lenguaje. Demandaba su pulcritud, su calidad de talla rigurosa. «Veía, en el cuadro de la puerta, tierra tostada y olivar, y las casas del pueblo a un kilómetro; la ruina sobresaliente de la fábrica vieja. Y al otro lado, las tierras onduladas hasta el mismo horizonte, velado de una franja sucia y baja, como de bruma, o polvo, o tamo de las eras. De ahí para arriba, el cielo liso, impávido, como un acero de coraza, sin una sola perturbación». No es esta una prosa que pueda calificarse de falta de ambición literaria. «Oculto, hundido entre los rebaños, discurría el Jarama. Y aún al otro lado, los eriales incultos repetían otra vez aquel mismo color de los rastrojos, como si el cáustico sol de verano uniformase, en un solo ocre sucio, todas las variaciones de la tierra».

No, nada más lejos de esto que un lenguaje sin recursos. Era el glorioso retorno del español sin flatulencias, el triunfo del castellano áspero y austero, lejano a las blanduras del preciosismo y más distante aún del brillo de la bisutería épica de los escritores a sueldo. España regresaba en su lengua viva, en su idioma sagrado, en su emocionante capacidad de devolver la palabra a la experiencia de sus habitantes. España se levantaba sobre su propia voz insobornable, verídica y redonda. España se conocía a sí misma al pronunciarse con esas palabras que permitían a la novela nacional compararse con lo que cualquier nación decía de su irrefutable realidad histórica, a través del genio de sus escritores.

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