Robert Mitchum y la gabardina de Bogart

Robert Mitchum ABC

Oti Rodriguez Marchante

La gabardina anudada, el sombrero derecho, sin caída, el pitillo tan ágil como la pistola, la mirada tan sardónica como la frase… Este esbozo descriptivo podría servir para Bogart, pero le pertenece a Robert Mitchum , el único actor al que no le habría venido grande ninguna de las frases que han hecho eterno a Bogart. Pero hay un punto canalla en la obra, y especialmente en la vida, de Mitchum que no hay actor, ni siquiera Bogart, capaz de compartirlo con él. No solía darse mayor importancia como intérprete (algo que podía hacer también y tan bien el perro Rintintín) pero le cabían dentro, y casi al tiempo, el héroe y el villano, y a ambos le prestaba sin intereses esa mirada suya como a medio despertar y diciendo: «no pretenderá usted que le haga el menor caso».

A la búsqueda del personaje de Mitchum, uno se tropieza al instante con Jeff Markham , ese tipo de «Retorno al pasado» (la obra maestra de Jacques Tourneur ) que competía en ingenio, dureza y hoyuelo con Kirk Douglas mientras que Kathie Moffet (Jane Greer) entraba y salía en su vida con el tesón y malicia de una multa impagada. Mitchum fuma ahí como nunca se ha fumado, con esa magia de quien saca ya el pitillo encendido. Si uno se pone a escribir las frases que salen de su boca en esa película, se le acaba la tinta al boli, y ya no podría subrayar las que dice en «Adiós muñeca» y en «El sueño eterno» treinta años después metido en la gabardina de Philip Marlowe , la misma precisamente que había usado Bogart para interpretar al detective en la obra de Chandler. Un elogio a la geometría, al triángulo, al ángulo recto, al envoltorio perfecto: Marlowe, Bogart, Mitchum.

No hay nadie mejor en el mundo que el Matt Calder de «Río sin retorno», un western de Otto Preminger en el que Mitchum aguanta la embestida de los indios y de una Marilyn Monroe que cantaba de «salón» y que no se dejaba una brizna de pantalla sin tapar. Y no hay nadie peor que el reverendo Harry Powell en ese tenebroso cuento infantil que selló a Charles Laughton como uno de los mejores directores de la Historia sin hacer ninguna más que ésta, «La noche del cazador».

También con Preminger supo interpretar al ni bueno ni malo, al auténtico «membrillo» en esa obra cumbre de la maldad femenina que es «Cara de Ángel», junto a una Jean Simmons que lo mareaba tanto o más que Jane Greer. Y con Howard Hawks enrevesó el registro de héroe en «El Dorado», espejo hawksiano de «Río Grande» en el que interpretaba al sheriff borrachín que tenía además que soportar ese torrente de personalidad que le colgaba a John Wayne .

Hay al menos medio centenar de películas inolvidables de Robert Mitchum, y otras tantas difíciles de rastrear entre la escombrera del tiempo, tenía una magnífica voz y un talento casi olvidado para la música. No tiene un póster que las nuevas generaciones identifiquen y adoren, pero no era menos duro fuera de la pantalla que dentro, ni menos íntegro, ni menos escurridizo y canalla. Y era de la opinión (compartida con apenas nadie, salvo su compañero de gabardina) de que el mundo entero lleva tres copas de menos. Nació ahora hace un siglo, murió hace poco más de veinte años, y vivió ochenta sin que nadie le pillara ni un instante sin esa mirada como diciendo: «No pretenderá usted que le haga el menor caso».

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