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José María Aznar, durante su discurso - AFP

José María Aznar: «Tras el 11-S vinieron los síntomas del miedo a la libertad»

Discurso del expresidente de Gobierno en el seminario «Vargas Llosa: cultura, ideas y libertad», celebrado con motivo del 80 cumpleaños de Mario Vargas Llosa

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«A lo largo de toda mi vida política he tratado de proteger y de fortalecer un valor esencial. El valor que es propio de la modernidad y de la civilización. Un valor que no es patrimonio exclusivo de ninguna cultura, continente o tradición. Un valor imprescindible: el valor de la libertad.

Por él han dado su vida personas en todos los países, de todos los credos, de todas las culturas, en todas las épocas. Y contra ella han combatido también personas de todos los países, de todos los credos, de todas las culturas, en todas las épocas. Esto hace de la libertad un valor universal; y de su defensa, una tarea permanente.

Algunos actúan como si no fuera así. Aceptan excepciones y rebajas a la libertad de otros que no aceptarían para sí mismos.

Y pretenden que esto sea reconocido como avance social y como progreso político. Como un legado, incluso. No lo es.

No es algo muy distinto de lo que hace algún tiempo se decía de España, sin ir más lejos. Un país incapaz de gobernarse en democracia, de equilibrar derechos y libertades, de mantenerse unido respetando el pluralismo social.

Los españoles desmentimos ese absurdo prejuicio en cuanto hubo ocasión, como lo desmentirá cualquier pueblo que reciba el apoyo necesario para desarrollar una transición real a la democracia. Un apoyo que debe exigir el respeto a los derechos humanos, libertad de expresión, participación abierta en elecciones libres, reglas seguras e iguales para todos.

La política es una actividad compleja, difícil, llena de variables y de circunstancias imprevistas a las que muchas veces tenemos que hacer frente sin el conocimiento necesario y sin los medios adecuados. La realidad establece su propio calendario.

Pero hay algo que tengo muy claro y que considero ya una certeza adquirida por experiencia: sin estar previsto, la defensa de la libertad ha sido la cuestión esencial a la que hemos tenido que enfrentarnos en las últimas décadas. Y lo será también en las próximas.

La generación que rondaba los veinte años en 1989, cuando el Muro de Berlín fue derribado, llegó a la vida adulta creyendo que inauguraba un tiempo nuevo, un tiempo distinto, de feliz despreocupación.

El tiempo en el que los ideales de la democracia liberal habían alcanzado la victoria final sobre los totalitarismos. Y, por tanto, el tiempo en el que ya no había batalla alguna que librar.

Los acontecimientos vividos anunciaban un mundo lleno de promesas al alcance de la mano y de la revolución tecnológica. Ya no había nada que temer. Por eso, el choque emocional que produjo la visión de los atentados del 11 de septiembre fue tan profundo. Y por eso, todo lo que vino después –incluido el extravío del proyecto europeo alrededor de 2003 y la crisis económica- fue inicialmente incomprensible para muchos.

Prefirieron cerrar los ojos y buscar culpables de conveniencia, antes que reconocer la realidad de una amenaza cierta y brutal que había cambiado nuestro mundo, y de un sistema de libertad y de progreso mucho más frágil y vulnerable de lo que se pensaba.

Si los atentados se hubieran producido antes de la caída del Muro, su impacto social no habría sido tan profundo. Existía entonces una actitud generalizada curtida aún en el recuerdo de la guerra y en la evidencia de su posibilidad. Pero ya no era así una vez iniciado el siglo XXI.

El 11-S se vivió por ello como una anomalía de la historia, como algo que no debía haber pasado, incluso que no podía pasar. Y comenzaron los errores de diagnóstico que aún persisten, buscando los porqués en lugar de entender el único para qué: para destruir la libertad, sin más razón que el fanatismo autoinducido. Y como si algún porqué pudiera justificar ese propósito y condicionar la única reacción aceptable frente a él.

Y vinieron también los síntomas del miedo a la libertad disfrazados de falso ecumenismo, luego de autocensura y, finalmente, de autoinculpación y de sumisión.

Hay que comprender en ese contexto la magnitud del problema social y político que se erige ante nosotros. Problema social antes que militar o de seguridad: la ausencia de una voluntad suficiente de defender la libertad que se disfruta.

El sueño de la libertad asegurada fue seguido por uno de los más brutales despertares que cabe imaginar. Y aun hoy, cuando la pesadilla se sucede una y otra vez por todo el planeta, apenas acertamos a comprender lo que ocurre y lo que debemos hacer.

Seguimos tratando de cerrar con un paréntesis lo que en realidad es el inicio de un capítulo más de la historia de la libertad, que es la historia del Estado de derecho y de las relaciones internacionales sometidas a reglas. Una historia que revela con claridad cristalina lo que ocurre siempre que no se está dispuesto a hacer cumplir las normas –frágiles normas- que regulan la vida libre.

Creo que en términos abstractos esta ha de ser la principal conclusión a extraer de todo lo sucedido desde el 11-S: no cumplimos ni hicimos cumplir las normas. Nos apartamos de la base firme que debemos defender. Y las consecuencias están aquí.

Al hacerlo, no sólo no favorecimos un clima pacífico en las relaciones internacionales sino que dificultamos la integración en nuestras sociedades de los flujos migratorios que la globalización ha ido trayendo hasta nosotros. Es difícil que puedan producirse procesos ordenados de integración en sociedades que dudan de sí mismas, que no se respetan a sí mismas, que no saben lo que son.

La civilización sólo es posible mediante un sistema de normas conocidas y respetadas, y esto vale tanto para cada sociedad como para sus relaciones exteriores. Cuando se está ante un sistema de normas legítimo, ha de hacerse respetar, incluso cuando hacerlo tenga costes. Porque la alternativa es siempre mucho peor, para uno mismo y para los demás. Sobre esta convicción he tomado algunas de las decisiones políticas más difíciles de mi vida.

La libertad va de la mano de la ley. Cuando se quiebra, cuando se acepta someterla a tácticas o dilaciones, no se favorece la convivencia ni se favorece la paz. Al contrario, se siembra la semilla de la fractura social y de los conflictos internacionales. Esta es la experiencia que conozco, y creo que es no fácil argumentar solventemente en su contra.

Ciertamente, aceptar todo esto nos sitúa ante una perspectiva incómoda, porque demanda nuestra participación, nuestro compromiso en algo que nos gustaría evitar. Porque nos saca de casa y nos pone a la intemperie, ante un desafío de muy largo alcance. Nos obliga a cambiar de planes. Nos obliga a aceptar el desafío y a ganar.

Creo que el mundo civilizado encara un dilema esencial. Seguir avanzando por la senda de la prosperidad, el crecimiento y la libertad, esto es, profundizar en la civilización, u optar por la parálisis, la irrelevancia y el populismo, antesala de la barbarie.

Si hace algunos años podíamos decir con plena razón que ese era exactamente el dilema latinoamericano –entonces felizmente resuelto, pese a las dificultades actuales-, hoy debemos decir que se trata también de un dilema europeo y norteamericano. Las cosas no han ido a mejor, y algo debe de haber influido una idea del mundo algo naif que desde el conocido discurso de El Cairo hasta hoy no parece haber resuelto, sino más bien al contrario, ninguno de los grandes problemas pendientes.

El error, precisamente, ha estado en no aceptar la realidad y en pretender hacer del incumplimiento de las reglas, de la suspensión de su plena vigencia, un gesto inteligente de moderación y de concordia. Y por tanto en negarle a la realidad la respuesta que merece. Elegir la libertad significa elegir todo aquello que la hace posible y evitar lo que la pierde, incluida la inacción y la retórica vacía.

Hay que rechazar la oposición entre libertad y seguridad, hay que defender las instituciones y los procesos políticos acordados, hay que fortalecer la seguridad jurídica, el derecho a la propiedad, la igualdad de oportunidades, el desarrollo de las clases medias, del bienestar útil y justo. Y no aceptar excepciones interesadas.

Hay que garantizar la seguridad, actuar con realismo, preservar los intereses nacionales y hacerlos compatibles entre sí. Hay que devolver su empuje a los grandes procesos de cooperación económica, militar, cultural y política, cuya única base posible se halla en los Estados nacionales a los que debe servir, sin los cuales no sólo no ganaríamos nada sino que lo perderíamos casi todo.

Debemos repensar para hacerlas mejores las grandes iniciativas sobre las que se ha estructurado el mundo desde mediados del siglo pasado, conservando lo mejor de su espíritu, pero adaptándolas a un contexto muy distinto que hoy por hoy, también como efecto de una revolución tecnológica vertiginosa, desafía cuanto se haya escrito sobre teoría del Estado, división de poderes, sistemas electorales o, por supuesto, soberanía.

Aprovechar todas estas novedades para procurar a la humanidad una nueva época de progreso y libertad es mucho más difícil y mucho más lento que aprovecharlo para extender las redes de narcotráfico, para desarrollar canales de tráfico de personas o para amenazar la seguridad de todos. Pero, aun teniendo en cuenta las dificultades, vamos demasiado lentos, mucho más de lo que objetivamente deberíamos ir.

Necesitamos nuevos liderazgos capaces de ejercer una tracción social, moral y política a la altura de los desafíos que tenemos ante nosotros. Grandes transformaciones se han producido allí donde la libertad se ha hecho presente en sus distintas formas. Muchas regiones han desterrado la frustración y el fracaso que las había acompañado durante mucho tiempo. Otras, no. Nuestra obligación es saberlo y obrar en consecuencia.

En estas jornadas dedicadas a celebrar una larga vida que nunca deja de parecer más fresca que casi todas las demás, se abordarán las muchas caras de la libertad y de lo que hoy la amenaza.

En esa tarea, necesitamos ejemplos como los de muchas de las personas que se encuentran hoy aquí, pero destacadamente, ejemplos como el de Mario Vargas Llosa. Recorrer una trayectoria como la de Mario en esta intervención no es posible y no es necesario. No estamos trayendo a la luz pública a ningún desconocido.

El suyo es un compromiso con la razón al servicio de la libertad. Y, por ello, un compromiso cuyas conclusiones no podemos anticipar o suponer, pero que resultan siempre necesarias. A ellas se llega mediante una mirada honda, incisiva e íntegra. Mediante una mirada civilizadora, fraterna y cordial. Convertida en palabra y, por ello, humana y universal.

Mario escribe para ayudar a hacer realidad la «hazaña de la civilización», como escribió con motivo de su Nobel. Una hazaña que tiene en la libertad su cumbre y que hoy tiene en su defensa su principal tarea.

Nos esperan momentos complicados. Pero con personas como Mario en plena capacidad y con pleno reconocimiento social, como el que revela el programa de estas jornadas, podemos estar razonablemente seguros de que, tampoco esta vez, la libertad será derrotada.

Felicidades, Mario. Felicidades por tus ochenta años vividos con libertad».

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