Jean d’Ormesson, poeta de la esperanza

El gran escritor francés, premio Luca de Tena, falleció en París a los 92 años

Don Juan Carlos entrega a Jean d’Ormesson el Premio Luca de Tena en la Casa de ABC ABC
Ramón Pérez-Maura

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Aquel 27 de junio de 2002 invité a cenar a Jean d’Ormesson en Horcher. La luz todavía iluminaba el parque del Retiro cuando nos sentamos con nuestras mujeres, Françoise y Clara Isabel, ya muy enferma. Para mi mujer y para mí D’Ormesson había sido un guía de la vida, del amor, de la felicidad. Ambos habíamos leído su trilogía de «El viento de la tarde» en la que las peripecias de Pandora O’Shaugnessy (léase Nancy Mitford ) nos habían acompañado y enriquecido durante tres años. Yo le conté cómo el 27 de enero de 1996, un frío domingo, me había sentado en el hall de un hotel de Hua Lien, en Taiwán, y sin distraerme un segundo había leído las cien últimas páginas de «La felicidad en San Miniato» y al concluir la lectura en aquella inmensa y desierta recepción del hotel, al conocer la muerte de Pandora, rompí a llorar de forma tan desconsolada que un recepcionista vino a preguntar qué podía hacer por mí. D’Ormesson sonrió: «Eso es porque el libro le hizo muy feliz».

Recuerdo haberle preguntado qué eran la literatura y el periodismo para él, que había dirigido «Le Figaro» . Me anticipó parte de su discurso del día siguiente, al recibir el Premio Luca de Tena : «Todo ha girado en torno al tiempo. He intentado ser fiel al pasado y estar abierto al futuro. He querido vivir con los de mi época, sin renegar de los recuerdos que me habían dejado los míos. Una cita de Miguel Ángel me llamó la atención hace años: “Dios ha dado una hermana al recuerdo y la ha llamado esperanza”. Me ha gustado el pasado. He preferido el futuro. “El futuro me interesa, ya que es ahí donde tengo intención de pasar mis próximos años”, como dice Woody Allen ».

Le gustaba recordar que Stendhal fue ignorado cuando publicó «Rojo y Negro» y «La Cartuja de Parma». Una forma de evocar que él fue ignorado con sus cinco primeras novelas hasta que en 1971 apareció «La gloria del Imperio» y se convirtió en uno de los mayores escritores franceses de nuestros días. La consagración, poco después, fue «Por capricho de Dios», una narración de cómo las familias del Antiguo Régimen fueron incapaces de adaptarse a nuestro tiempo. Relato que bebía de las imágenes de su infancia en el castillo de Saint-Fargeau, propiedad de su abuela paterna, Henriette Anisson du Perron, de filiación monárquica afín a l’Action Française. Pero D’Ormesson era mucho más que eso. Era un hombre de derechas, que hacía campaña electoral con Chirac contra Mitterrand y después se divertía haciendo del propio François Mitterrand en la película «Les Saveurs du palais», de Christian Vincent.

Todavía el domingo pasado recordaba a D’Ormesson mientras el aqua alta de la laguna veneciana me mojaba los zapatos ante las escaleras de La Salutte en las que D’Ormesson situó el arranque de su eterno «El judío errante». Y recordé otra vez cómo D’Ormesson había hablado aquel 27 de junio de 2002 a mi mujer enferma de la dicha y la felicidad de la vida, de la Gracia que Dios nos ha dado. «La vida es atroz y no vale nada; pero nada vale una vida. Por eso hay que apurar cada minuto y disfrutar», decía. Y yo se lo recordé a mi mujer cada uno de los días que vivió hasta su muerte un año después, el 27 de junio de 2003.

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