Gabriel Albiac

Idolatrías

La grieta de la libertad en el muro de la creencia religiosa cristiana no tiene equivalente en otra religión

Gabriel Albiac
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¿Ofende la reproducción escultórica del cuerpo humano a un devoto musulmán, como, sin duda, lo es el Presidente de Irán, Hasán Rohaní? Probablemente. En la generación de imágenes se juega algo que no es sólo asunto estético. Que es, en primer lugar, envite teológico. Pero, nos guste o no, los envites teológicos tienen necesariamente consecuencias cruciales para la vida terrena de los hombres. Para su libertad, sobre todo.

El Dios de las tres grandes religiones monoteístas crea al hombre a la manera de una imagen y semejanza de sí mismo. Es lo que da inequívocamente Génesis 1:26: «Entonces dijo Eloheim: Hagamos al hombre a imagen nuestra, a nuestra semejanza». A partir de este principio, son posibles dos hipótesis: o bien esa «reproducción» de su propia imagen que Dios pone en tierra es definitoria de lo más específicamente divino, y entonces cualquier suplantación del Creador por parte del artista o del artesano debe ser entendida como sacrilegio («seréis como dioses»); o bien el constructor de imágenes es elevado a aquella condición de deus in terris, vicario de Dios en este mundo, que, en el Renacimiento italiano, transmuta el acto artístico, la invención bien trabada de imágenes, en la forma más alta de venerar lo sagrado.

En la Florencia de final del Quattrocento se dirimió ese conflicto, en torno al angelismo del Frate Savonarola. Francesco Guicciardini lo narró maravillosamente.

A la apuesta por la segunda hipótesis, debe el catolicismo, a partir del Concilio de Trento, una suprema grandeza estética, que no tiene equivalente en religión ni cultura alguna. Pero debe algo más: la grieta de libertad en el muro de la creencia religiosa, a través de la cual se salva un campo ilimitado de actuación autónoma de los humanos. Cuando bromeo entre mis amigos, diciendo que yo soy un «ateo católico», hablo de eso. Que es lo más serio de nuestra cultura. Sin la libre creación de imágenes, que inician los grandes escultores y pintores renacentistas, la libertad –también la de nosotros, la insignificante secta de los no creyentes– sería inviable.

Eso está en juego en la potestad de crear imágenes. Y claro que entiendo –¿cómo no iba a entenderlo?– que a un teócrata iraní, eso le ofenda. Igual que a mí me ofende su imposición forzosa a las mujeres de ir veladas. Pero, si no quiero ser ofendido, lo tengo muy sencillo: me abstengo de viajar a Irán. Es lo que hago: ningún país que imponga una norma degradante a la mitad de su población me es visitable. Porque ofende mi dignidad de hombre libre. Ningún país de ciudadanos libres debiera ser, en contrapartida, visitable para el piadoso Rohaní. Y los gobernantes romanos lo hubieran tenido muy sencillo: cambiamos velos sobre las estatuas en el Quirinal por desvelado de mujeres en Irán. Se llama a eso reciprocidad.

Pero Europa es hoy incapaz aun de defender su más primordial historia, que es la de la libertad: a ese callejón sin salida se reduce todo. Europa quiere morir. O, en todo caso, ser velada.

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