El Principito, dibujado por Antoine de Saint-Exupéry
El Principito, dibujado por Antoine de Saint-Exupéry - Graham S. Haber

La historia de amistad y guerra que oculta «El Principito»

Antoine de Saint-Exupéry dedicó su libro más conocido a Léon Werth, un periodista judío perseguido durante la Segunda Guerra Mundial

Madrid Actualizado: Guardar
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Con más de 145 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo, una etiqueta errónea de literatura juvenil que no le hace justicia y sin conocerse en muchas ocasiones las vicisitudes de su redacción, «El Principito» todavía goza del favor de los lectores. Publicada el 6 de abril de 1943, la obra más conocida de Antoine de Saint-Exupéry investiga la oposición entre la vida adulta y la de los niños -«He vivido mucho entre las personas mayores. Las he visto de cerca. Eso no ha mejorado mucho mi opinión»-, la pérdida de la inocencia -«No sé ver las corderos a través de las cajas. Quizá soy un poco como las personas mayores. He debido envejecer»- o la naturaleza ambivalente del amor -«¡Las flores son tan contradictorias! Pero yo era demasiado joven para saber amarla»-, sin olvidar el valor de la amistad, que reivindica desde la primera página.

«A Léon Werth», se lee en su dedicatoria. «Pido perdón a los niños por haber dedicado este libro a una persona mayor. Tengo una excusa seria: esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor puede comprenderlo todo, incluso los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde tiene hambre y frío».

Libertario y pacifista

¿Quién era Léon Werth? En sus memorias, el escritor francés Henri Jeanson lo califica de «libertario, pacifista, antimilitarista», de hombre «servicial y generoso, a pesar de una pobreza aceptada con dignidad y buen humor». En su correspondencia, Saint-Exupéry no duda en manifestarle un afecto profundo: «Me gustaría que sepa lo que sabe bien; le necesito infinitamente, porque es, creo, el que más quiero de mis amigos, y además mi moral». En esa carta, enviada en febrero de 1940, el escritor le descubre preocupaciones íntimas, confesiones que revelan un temperamento inquieto, proclive a una tristeza que suele ocultar en público: «No comprendo muy bien la vida y no sé muy bien dónde sentar la cabeza para estar en paz conmigo mismo», admite.

Desde noviembre de 1939, Saint-Exupéry, alistado como piloto militar, realiza vuelos de reconocimiento para contribuir al esfuerzo bélico francés, concentrado en detener la ofensiva nazi sobre su territorio. Son los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial. Werth, periodista de profesión, ya ha sufrido el horror de la violencia desde las trincheras de la Gran Guerra. Aborrece esa explosión de muerte, pero respeta la decisión de su amigo, aunque sin contener del todo un miedo que anota en su diario: «Esta tarde no podía evitar imaginar el avión abatido, un fuselaje roto y él, inmóvil para siempre, en ese fuselaje. Y de pronto me dije: es invulnerable. No creerle invulnerable me parece una traición».

Ajeno a la fascinación por la sangre, el humanismo de Saint-Exupéry motiva su actividad militar «no por el gusto de la guerra», sino por el anhelo de asumir «su parte de riesgo». Un esfuerzo que le acerca «a sus iguales» como «un hombre entre los hombres». En junio de 1940, la derrota de las tropas francesas y la ocupación alemana del país le sumen en el abatimiento. Al mes siguiente, desde Argelia, anota: «Estoy triste más allá de lo posible». Vuelve a Francia, aunque brevemente. Luego emprende el exilio.

Las emociones de esos días quedan reflejadas en «Carta a un rehén» (1943), escrito y publicado en Estados Unidos y redactado como una larga misiva a Werth. En Saint-Amour, una pequeña localidad bañada por el Jura y próxima a la frontera con Suiza, su amigo permanece oculto, temeroso como cualquier judío de sufrir la persecución nazi y la pesadilla de la deportación. «La persona que esta noche ocupa mi memoria es un hombre de cincuenta años. Está enfermo. Es judío. ¿Cómo sobrevivirá al terror alemán?», se pregunta el piloto.

La pena del exilio

Agobiado por la distancia, Saint-Exupéry no tarda en entrar en conflicto con los grupos gaullistas. Detesta la política y al propio general De Gaulle. El régimen de Vichy, establecido en Francia tras la derrota y dirigido por el mariscal Pétain, le invita a unirse a su Consejo Nacional. Se niega, pero sus rivales utilizan el episodio para insistir en sus críticas, acusándole de proximidad con los colaboracionistas. Sumada a la incomprensión, su pena se vuelve más honda: «Todo el mundo sabe que cuando es mediodía en los Estados Unidos el sol se pone en Francia. Bastaría ir a Francia en un minuto para asistir a la puesta de sol. Desgraciadamente, Francia está demasiado lejos», lamenta en «El Principito».

Saint-Exupéry vuelve a Argelia en mayo de 1943, decidido a retomar el combate. En diciembre, anota: «Lo ven: no comprendo la vida. La noche me angustia sobre todas las cosas. Sobre los míos. Sobre mi país. Sobre lo que amo». Para calmar la desazón, escribe cartas a varias amantes y también a su esposa Consuelo, aunque todavía se muestra como un conversador tenaz o un ágil comediante, aplicado en «sus improvisaciones a lo Debussy, que consisten en pasar, con talento, una naranja sobre el teclado del piano», según cuenta uno de sus biógrafos, Virgil Tanase.

La mañana del 31 de julio de 1944, durante un vuelo de reconocimiento sobre Córcega, la pista del avión de Saint-Exupéry se pierde, tras ser derribado en plena misión por un piloto alemán. Comocionado ante su pérdida, Werth, el gran amigo al que el escritor siempre cuidó en su memoria, concluye: «Ha desaparecido (...) sin otros testigos que el cielo y el mar. Y sin duda no esperaba la muerte. La provocaba. Era un duelo, un combate singular».

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