El balcón de la Tate Modern (a la derecha) se sitúa a pocos metros de la fachada de un edificio de apartamentos
El balcón de la Tate Modern (a la derecha) se sitúa a pocos metros de la fachada de un edificio de apartamentos - AFP

Cuando el museo fisga en tu piso

La nueva terraza de la Tate Modern fulmina la intimidad de los vecinos de unas viviendas de lujo, que amenazan con denuncias

Corresponsal en Londres Actualizado: Guardar
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Había que tener mucho dinero para poder comprar allí, en las cuatro torres de Neo Bankside, flamante urbanización acristalada en la orilla Sur del Támesis, a tiro de piedra de la Tate Modern. Un piso de tres habitaciones costaba 5,2 millones de euros. Los más caros se van a siete. Pero valía la pena. Unas vistas formidables sobre el río, con la cúpula de la catedral de San Pablo y la City recortadas contra el cielo gris de Londres. Un edificio high-tech, con firma del mismísimo Richard Rogers, el arquitecto de la T4 y del legendario edificio de la Lloyd’s. Unos ventanales de techo a suelo, que te hacían flotar sobre la capital.

Pero ha surgido un problema en el paraíso: se acabó la intimidad. En junio se inauguró la extensión de la Tate Modern

, una pirámide contorsionada de diez plantas, a espaldas del edificio original del museo, una antigua central energética. La torre nueva de la Tate ha costado 300 millones de euros y está siendo un éxito de público, con diez mil visitantes cada día. Pero su principal punto de atracción, el lugar donde se reúne más gente, no son las plantas dedicadas al arte moderno y conceptual, muchas veces bastante epatantes. Lo que arrasa es el balcón de la décima planta, porque ofrece una vista de 360 grados sobre Londres, una panorámica inédita de la metrópoli.

En uno de los laterales del gran balcón, los visitantes de la Tate se sitúan ahora a solo 20 metros de la fachada de los fantásticos apartamentos de Rogers. El museo se ha metido en la cocina de los que pagaron un dineral por su piso.

«Nos han convertido en una exposición», se lamenta un vecino. «Es un intrusismo terrible. Compré el apartamento por las vistas y ahora no puedo ni asomarme», se queja otra. Los turistas no se cortan: saludan a los vecinos que están en sus salones, les toman fotos con el móvil y algunos han llegado a subirlas a internet. «La verdad es que esto es un poco como Gran Hermano», ha reconocido un guarda jurado de la Tate.

Veinte propietarios han amenazado con denunciar al museo por la invasión de su privacidad, que a veces afecta a sus hijos menores. Pero sir Nicholas Serota, el director del consorcio Tate y el creador de la Modern, les ha respondido que no «hay base para una queja legal». Serota lleva 28 años en el cargo y por fin este otoño dará el relevo. Tal vez por la despreocupación de quien ya se va, ha sido bastante displicente con el lamento vecinal: «Su privacidad sería mayor si pusiesen persianas, o una cortina, o cualquier cosa, como es habitual en muchos lugares».

Los propietarios replican que las cortinas opacas los privarían del mayor atractivo de su inversión, las vistas. Exigen que se cierre la parte del balcón que les resta intimidad, o que se ocupe con unas macetas altas. La Tate se niega. Lo que sí ha hecho es colocar un cartel: «Por favor, respeten la privacidad de nuestros vecinos».

Como solución, se ha apuntado a colocar en las ventanas algún tipo de película que permita ver hacia fuera al tiempo que se ciega la vista de las casas. Pero ahí quien se opone es el arquitecto. Por ahora, todo sigue como la película de Hitchcock. «La ventana indiscreta».

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