Paloma Rocasolano, con su hija Telma este miércoles en una calle de Madrid
Paloma Rocasolano, con su hija Telma este miércoles en una calle de Madrid - Gtres

Despedida íntima al abuelo de la Reina

Francisco Rocasolano fue incinerado en la más absoluta privacidad

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A Francisco Rocasolano Camacho no le cambió un ápice la boda de su nieta Letizia con el entonces Príncipe de Asturias. Claro que se sentía orgulloso de ella y de haber conocido en la intimidad a Don Juan Carlos y a Don Felipe -«son gente sencilla y honrada», decía-, pero después de emparentar con la Familia Real, siguió siendo el mismo de siempre, un hombre prudente y natural cuyas declaraciones solían estar llenas de sentido común.

Con la misma discreción con la que vivió, Francisco Rocasolano falleció este martes, poco después de la medianoche, a los 98 años. Su larga vida le permitió asistir, el 19 de junio de 2014, a la proclamación de Don Felipe y ver a su nieta convertida en Reina de España.

Rocasolano falleció en el Hospital Clínico de Salamanca, donde había ingresado el pasado sábado tras sentir una insuficiencia respiratoria mientras pasaba unos días en la finca de unos amigos en Puerto de Béjar. Por expreso deseo de su familia, Rocasolano fue despedido en la más estricta intimidad.

Tras conocer el agravamiento de su abuelo, Doña Letizia canceló su asistencia al único acto oficial que tenía programado el martes, la entrega de los Premios Nacionales de la Moda, para poder viajar a Salamanca, despedirse de Francisco Rocasolano y acompañar a su madre, Paloma, y a su hermana, Telma.

El Rey aprovechó el hueco que quedaba en su agenda, entre las 13.30 horas, que terminó la audiencia con el presidente de Canarias, y las 18 horas, que tenía citada a la de Navarra, para despedir al abuelo de su esposa y dar el pésame personalmente a su suegra y su cuñada. Cuando regresó, Don Felipe recibió a la presidenta de Navarra con una camisa blanca y una corbata negra. Por la mañana, sin embargo, lucía corbata y camisa azules.

Desde el Palacio de La Zarzuela no se facilitó ninguna información sobre el fallecimiento del abuelo de la Reina al tratarse de una persona que no pertenecía a la Familia Real. Así se evitaba también la presencia de la prensa en unos momentos dolorosos.

Francisco Rocasolano era un hombre apreciado por los medios de comunicación. Aunque procuraba evitarlos, siempre trataba con amabilidad a los periodistas que acudían a visitarle desde que se convirtió, de repente, en una celebridad. Aquello ocurrió en la tarde del 1 de noviembre de 2003, después de que el Palacio de La Zarzuela anunciara el compromiso del Príncipe con su nieta.

Todos sus vecinos del barrio de San Gabriel, en Alicante, donde le sorprendió la noticia, sabían que «Paco», como le llamaban, era el abuelo de la presentadora del telediario de TVE, a la que habían visto cuando acudía a visitarle.

También le sorprendió en Alicante el anuncio de que los Príncipes esperaban su primer hijo y, cuando los periodistas le preguntaron si prefería niña o varón, sentenció: «Como toda España, lo que quiero es que haya heredero». Después, cuando nació Leonor, no dudó en brindar con la botella de cava que había descorchado un vecino: «Será tan buena moza como su padre».

Rocasolano se había trasladado con su esposa, Enriqueta Rodríguez, a vivir a Alicante en 1991, cuando se jubiló después de toda una vida trabajando como taxista en Madrid. El matrimonio, que se había casado en 1951, tenía dos hijos, Paloma, enfermera, y Francisco, que primero trabajó también como taxista y luego se mudó a Bruselas, donde optó a una plaza de conductor en el Parlamento Europeo.

Después de más de veinte años en Alicante, Rocasolano regresó a vivir a Madrid, junto a su hija Paloma, donde enviudó en junio de 2008. Pero la anécdota más sonada del abuelo de la Reina se produjo la víspera de la boda real. Tras la cena de gala que se ofreció en el Palacio de El Pardo, los prometidos abrieron el baile con un vals, al que se fueron sumando los invitados. Francisco Rocasolano también se animó y sacó a bailar a algunas señoras. Un gesto espontáneo y natural con el que el abuelo de Doña Letizia se ganó todas las simpatías.