Representantes del Ayuntamiento, de las fuerzas de seguridad y de colectivos vecinales participaron en el acto de ayer en San Severiano. :: ANTONIO VÁZQUEZ
CÁDIZ

La luz que dejó Cádiz a oscuras

Varios supervivientes del suceso recuerdan cómo la ciudad quedó envuelta en el caos después de la detonación de miles de minas en el polvorín de la Armada

CÁDIZ. Actualizado: Guardar
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El 18 de agosto de 1947 Julio Almeida participaba como extra, junto con el resto de su batallón del Cuartel de Instrucción de Marinería de San Fernando, en el rodaje de la película 'Alhucemas'. Era un día casi festivo para los jóvenes militares, que tenían así un inesperado respiro y la suerte de ver de cerca a la nueva musa del cine español, Sarita Montiel. Casi un sueño para esos chavales que contribuían así a exaltar los valores castrenses de la época, que no todos compartían. El rodaje transcurrió en El Puerto y al acabar la jornada fueron enviados a dormir a la capital. Iban de camino, pero, sin saber por qué, uno de los militares al mando del grupo dio la orden de cambiar el destino y marchar a su cuartel de origen en La Isla. Ya allí, más contentos que de costumbre, cenaban y comentaban las anécdotas del día. Todos imaginaban que esa noche soñarían con Sara Montiel. Per o no. De repente todos los platos de la mesa desaparecieron. La onda expansiva de la explosión que en ese momento tenía lugar a pocos kilómetros en un polvorín de la Armada en Cádiz llegó hasta allí. Y ya no hubo sueños, sólo pesadillas. Aún hoy se repiten algunas noches.

A sus 87 años Julio Almeida lo recuerda todo con una sorprendente lucidez. Ayer fue una de las personas que participaron en el homenaje que la ciudad de Cádiz volvió a brindar a las víctimas del trágico suceso que cambió para siempre la vida de sus habitantes. Lo recuerda y la voz se le quiebra cuando cuenta que el traje blanco con el que llegó a Cádiz montado en un camión junto al resto de compañeros de su cuartel terminó convertido en jirones para improvisar vendas. Y cuenta que fue así, «en calzoncillos y camiseta», como se pasó varios días «sacando de todo». «No hay palabras para contar lo que había allí. En la Casa Cuna los hierros de las cunas estaban retorcidos. Tuvimos que sacar a muchos niños y a las monjitas. Llevamos a muchísimos al cementerio». Luego les tocó trasladar las pocas minas que no habían explotado a la Sierra de San Cristóbal. Y así estuvo sin poder escapar del horror durante quince días, el mismo tiempo en el que no supo nada de su familia. Al final tuvo que ser ingresado en el Hospital de San Carlos, «de todo lo que pasé».

La memoria de Julio se resiste a olvidar. Se empeña en mantener viva esa imagen a pesar del dolor, porque «hay que tenerla presente para que nunca vuelva a ocurrir».

Acto oficial

Con ese espíritu precisamente, el Ayuntamiento de Cádiz volvió a organizar ayer un homenaje a las víctimas de la explosión cuando se cumplen 67 años de la misma. Tras la ofrenda floral realizada frente al epicentro de los hechos, en la plaza de San Severiano, la alcaldesa de la ciudad, Teófila Martínez, decía que «no se debe dejar nunca de recordar este hecho, aunque con la seguridad de que no se volverá a repetir». Martínez puso de manifiesto la importancia de tener presentes a los 150 muertos y los miles de heridos que dejó la explosión, pero también habló de las consecuencias a nivel urbanístico. «Aquella explosión obligó a reconstruir una gran parte de la ciudad, a levantar con urgencias viviendas para todas las familias que se quedaron sin nada y toda esta zona de Cádiz va a tener que seguir transformándose a lo largo de muchos años», comentó.

Y es que, efectivamente, barrios como San Severiano, Bahía Blanca o la Barriada España quedaron totalmente arrasados. Quizá es justo en algunos de esos barrios, en los pisos del 'Avecrem' o en los patios de San Severiano, donde más se puede apreciar la huella de esa arquitectura de emergencia y subsistencia que aún tiene que cambiar su cara en los próximos años.

Por suerte, la muralla de las Puertas de Tierra sirvieron para amortiguar la onda expansiva y así se salvó el casco histórico de una catástrofe aún mayor. Lo que no impidieron las piedras fue que la luz, «el fogonazo», se grabara en las retinas de toda una generación. «A sus 72 años, Miguel Adame, también se emocionaba ayer al recordar cómo entró la luz por el balcón y todos cayeron al suelo en su salón de la calle Javier de Burgos. Después de eso, la oscuridad, las penurias, el renacer y el recuerdo.