Un grupo provisto de armas blancas, durante el saqueo de una mezquita en la capital de la República Centroafricana. :: REUTERS

Muerte en las aguas revueltas de Bangui

La antropóloga Berta Mendiguren vive en la República Centroafricana, donde las tropas francesas sufren ya dos bajas

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Hace dos años que Berta Mendiguren, natural de Getxo (Vizcaya) reside en Bangui, la capital del Estado más pobre del mundo. «Cambiamos la República Dominicana por la Centroafricana», señala y explica que la razón de ese traslado de continente fue el deseo de su marido, farmacéutico de profesión, de regresar al país de origen. «Sólo hay veinte profesionales de esta especialidad en todo el territorio», indica. Entonces descubrió que la ciudad, considerada sumamente peligrosa, era una tranquila población. «Yo diría que se trata de un pueblo grande, donde todos se conocen y el control social es muy grande», cuenta. «Todos saben quién entra y sale».

Pero, además de la placidez urbana, se encontró con una realidad muy dura, provocada por la miseria y la práctica inexistencia de una administración eficiente. «La gente tiene dificultades enormes para acceder a la salud y hay muchos conflictos internos», señala. Esta doctora en Antropología de la Medicina y máster en Cooperación Internacional habita cerca del Kilómetro 0, un barrio céntrico en el que ella es la única residente de piel blanca.

El golpe de Estado de marzo cambió su cotidianidad de forma sorprendente. «Tuvimos energía eléctrica todo el día, cuando lo habitual es que nuestro barrio sólo la obtenga de diez de la noche a cinco de la mañana», apunta. La extraña excepción la atribuye a que entonces nadie trabajó en los ministerios, provistos de suministro en horario de oficina, que su difusión permitía mayor seguridad y que la gente pudiera informarse de la situación por televisión. «La verdad es que la actividad militar en la calle fue mucho menos de lo que cabría esperar de un golpe de Estado».

Las circunstancias pudieron ser menos peores cuando, poco después, su esposo fue acusado de colaborador del desposeído presidente Bozizé y tuvo que huir. «Pero no sufrimos el pillaje», añade, y supone que, posiblemente, la denuncia partiera de los más cercanos y que las noticias en torno a los saqueos de los Séléka ocultan la codicia de aquéllos que aprovechan para robar. «Aquí ha funcionado eso de que en aguas revueltas..», resume. «Vecinos sin escrúpulos utilizan la delación para robar al de lado o quitarse de en medio al amante de su mujer».

La reciente revuelta de los 'anti-Balaka' tiene convulsionada la capital cuando la vida parecía recuperar cierta calma. «Nadie se lo esperaba», lamenta y señala que, hasta su insurrección, los problemas eran más graves en otras localidades como Bossangoa o Bouar. El jueves volvieron a gozar de energía sin restricciones, la señal de que algo grave sucede, y no han vuelto a sufrir contratiempos. «Hoy en el centro la vida es relativamente pacífica, pero en la periferia suceden cosas terribles».

A la espera de Hollande

La muerte de dos soldados franceses es uno de esos sucesos que conmocionan a la ciudad. Las fuentes locales no se atreven a atribuir responsabilidades, para no complicar aún más la tensión entre las comunidades religiosas que protagonizan los enfrentamientos.

Además de padecer las primeras bajas, las tropas galas siguen sin conseguir que Bangui recupere su pulso normal. «La gente acogida en las parroquias construye barricadas con los bancos para impedir que los milicianos entren», asegura Jaime Moreno, director del Servicio Jesuita a los Refugiados.

Helicópteros y aviones de combate sobrevuelen a las patrullas que viajan en blindados o recorren las calles a pie, a la espera de la anunciada visita del presidente Hollande. «Pero, incomprensiblemente, se ve a guerrilleros desplazarse tranquilamente en coches robados», lamenta el sacerdote. «Y Djotodia sigue diciendo por la radio que los franceses son amigos, que han venido para defender a cristianos y musulmanes».