CÁDIZ

«Tardé tres meses en decidirme a hacer cola para pedir comida»

Dos familias de clase media relatan como el paro les empujó a la beneficencia

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La mañana de verano se pinta clara. Buen momento para inmortalizar la mejor estampa de Cádiz. Una pareja joven, rondando la treintena, pasea por la plaza de la Catedral, llega a la esquina de Compañía y se detiene. Él saca una cámara réflex y ella posa en el monumental escenario. Continúan su paseo turístico, plano en mano, sonrisas en la cara. Cuando llegan a la esquina de Compañía con Santiago algo reclama su atención. Giran la vista a la derecha y a unos 100 metros advierten una aglomeración de gente. Algunos están de pie, otros sentados. Casi todos llevan carros de la compra, la mayoría son mujeres. Algunas charlan animosas, otras agachan la cabeza silenciosas como queriendo pasar desapercibidas. La pareja de turistas contempla la escena sin comprender bien lo que ve. Dos ancianos a su lado hablan, entre la normalidad y la resignación. «Cada semana la cola para pedir comida es más larga», dice uno. El otro apostilla: «Da miedo». Los turistas ya no sonríen. Sus caras han pasado de la curiosidad viajera a la seriedad. Él vuelve a tomar su cámara. Otra foto, bastante distinta de la anterior. Ella le musita algo con gesto de reprobación, tira de él y se marchan Compañía hacia adelante.

Yolanda está al otro lado de Santiago, justo en esa cola heterogénea que colma la entrada de la Fundación Valvanuz. Por suerte no ha visto lo ocurrido, ni siquiera se ha percatado de la foto. Charla con otras compañeras de espera, en una mano agarra el carro, en otra «la cartilla de racionamiento», como ella la llama con evidente humor negro. «Antes estábamos bien», explica la gaditana de 40 años como una declaración de intenciones de la historia que se viene. «Nunca como para viajar, pero vivíamos bien». Pero eso era antes. En su cuenta los números ya no salen: cobra los 426 euros de ayuda y paga 300 de hipoteca. «No me da para pagar la luz, debo recibos como la comunidad, tenemos un coche pero ya no lo cogemos». Su marido trabajaba en Dragados, ahora lleva un año en paro y ya se ha quedado sin prestación. Ella, enferma de fibromialgia, ni de limpiadora encuentra empleo. Pero en casa tiene que entrar comida, para ellos y para sus hijos de 15 y 8 años.

Con esos mimbres, el callejón no tenía otra salida. Un día de marzo se puso en la cola, papeles en mano, para certificar su complicada situación. No fue nada fácil: «Me costó mucho, tardé de enero a marzo en ponerme en la cola». Tres meses en los que la vergüenza, pudo más que la necesidad. Luego tocó asumirlo, pero no conformarse: «Lo llevamos fatal, el ánimo lo tenemos por los suelos». De hecho, su marido se niega a ponerse a esperar en la calle, llega luego para ayudarla con el carro. Pero entonces escucha el relato de su historia, en boca de su mujer y, silenciosamente, se marcha de su lado y se pierde Santiago abajo. «Mi marido no sirve para esto. La vida ha venido así, pero él no lo afronta y lo pasa mal. No sé, será que las mujeres somos más fuertes», explica Yolanda. Su voz se va apagando conforme continúa el relato, pero sin quebrarse. A su alrededor, compañeras de espera la escuchan y guardan silencio. Saben de lo que habla. Yolanda matiza más: «Es muy duro estar en esta cola, aquí te encuentras de todo».

La vergüenza de pasar hambre

Mila Aragón conoce bien historias como las de Yolanda. Lleva 19 años en Valvanuz y ahora vive el drama de familias de clase media que se quedaron sin nada. De hecho, de las más de 500 familias que atienden ahora, un 20% son familias a las que el paro les ha obligado a esta situación extrema por primera vez en su vida. «Vienen y te dicen: 'ven a mi casa y compruébalo tengo de todo pero no comida», explica Aragón. En Valvanuz se encargan tanto de dar alimentos, como de realizar el pago de facturas y orientar a las familias. Precisamente en esa orientación entra «hacerles ver que venir aquí a por comida no es motivo de deshonra». Pese a ello, reconoce que se viven momentos duros: «Aquí hemos echado muchas lágrimas». Las mismas que se vierten en el seno de estas familias condenadas a acudir a la beneficencia. «Mi hijo mayor lo lleva fatal, de hecho está en manos de psicólogos», reconoce Yolanda.

José Antonio también sabe por lo que está pasando Yolanda. «Me ha cambiado la vida. Ahora soporto diariamente llamadas de empresas de recobro. Mi vida es un caos, esto es como una ficha de dominó, cae una y van cayendo el resto detrás», matiza este gaditano de 45 años con un hilo de voz al otro lado del teléfono. A ese momento vital que se refiere es al momento en el que perdió su trabajo en Delphi y vio recortada su prestación a 514 euros. Ahora, vive gracias a las campañas de recogida de alimentos que realizan sus compañeros de Delphi. Él, además vive el drama en doble vertiente, ayuda a los repartos y recibe comida. Aún no ha tenido que recurrir a comedores sociales o a Cáritas, como le ocurre a Yolanda, pero tiene claro que cuando llegue el momento lo hará por su mujer y su hija.

Esperanza y dignidad

De momento, espera que le concedan la ayuda, una vez se le acabe la prestación en dos meses: «Como no me la den, me veo en la indigencia». Una idea que le atormenta y que le ha obligado a tener que recurrir a la ayuda psicológica de la Seguridad Social. Pese a eso, cada mañana, se sobrepone y va, carpeta en mano a entregar currículos. Eso sí, ya lo hace a pie, el coche de 10 años que tiene ya lo tiene inmovilizado por la imposibilidad de pagar el seguro.

Su 'leimotiv' es el mismo que Yolanda, pagar su casa, en este caso los 350 de alquiler: «Si pierdo mi casa... es que no me lo quiero ni plantear» . Ambas familias ven el futuro incierto. «Ahora viene septiembre, los colegios, los libros...», reconoce Yolanda sin ser capaz de acabar la crisis. «No hay trabajo aquí ni dinero para poder viajar a probar suerte en otro sitio», añade la gaditana. Pese al drama, ambas familias albergan esperanzas: Yolanda en que llamen a su marido para una obra en Dragados en septiembre; José Antonio en que la Junta resuelva de una vez por todas su situación. Y por si hubiera alguna duda, el extrabajador de Delphi deja claro que este fuerte no se rinde: «La esperanza y la dignidad no la vamos a perder»,