LA ESPERANZA COLECTIVA 20 2

Lugares olvidados del DoceXxsxsxsxlllsxsxsxsx xsxsxsxsxsxsxsx

HISTORIADOR Y MIEMBRO DE CÁDIZ ILUSTRADA Actualizado: Guardar
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Entro en internet en una página oficial del Ayuntamiento y me encuentro con la guía '1812 Un paseo por el Cádiz de la Pepa' donde, sobre un plano del casco histórico de la ciudad, se señalan los lugares relevantes en los acontecimientos que se desarrollaron hace dos siglos en torno a las Cortes y nuestra primera Constitución.

Me extraña que no se haya señalado el cruce de dos calles en las que se situaban dos mansiones donde residían las personas que encarnaban a los poderes que hicieron a Cádiz la capital de la Nación Española. Me refiero a la Embajada Inglesa, donde residía la máxima representación del Imperio Británico en España y a la casa donde vivían los Borbones que continuaban en suelo nacional, una pequeño Palacio Real en el centro de la ciudad.

Siguiendo el Censo de la Parroquia del Rosario de ese año, vemos que la Embajada Británica ocupaba los números 101 y 103 de la calle Amargura, hoy 1 y 3 de Sagasta. En el 101 tenía su residencia el Embajador Plenipotenciario Sir Richard Wellesley y en ella se alojaba cuando visitaba la ciudad su hermano Arthur, Duque de Wellington. Como español al servicio de la Embajada solo aparece Francisco Xavier Insúa que habitaba el entresuelo. En la planta baja había dos accesorias, una sastrería cerrada por la guerra y una barbería donde trabajaba y vivía el maestro Josef Ruiz con su mujer Rafaela Milán y su hija Consuelo.

En los salones de esa casa se prepararían los movimientos del ejército aliado que luchaba para expulsar a las tropas napoleónicas de la península Ibérica. ¡Cuántos secretos guardaban sus muros y cuánto hubieran pagado los agentes de Napoleón por conocer las conversaciones que en ella se tenían sobre la marcha de la guerra!

En el número 103 sólo vivían soldados y oficiales ingleses, salvo en la accesoria del bajo donde se ubicaba la Mercería de Sebastián Novoa que vivía en ella con su esposa Juana Galindo y su hijo Juan. Podemos imaginar el colorido de las rojas casacas de la guardia de la Embajada y de los oficiales que entraban y salían continuamente de ambas casas ante la mirada curiosa de los gaditanos que pasaban por su puerta para atender a sus quehaceres o que acudían al vecino convento de San Francisco.

Al doblar la esquina de Sagasta nos encontramos con la calle del Tinte, formada por una línea de casas burguesas y enfrente la blanca tapia del huerto del convento franciscano. En su número 192, hoy el 3 de la Plaza de Mina, estaba la residencia de los únicos miembros de la Familia Real que habían permanecido en España.

También había guardias y uniformes, aunque aquí predominaba el azul marino de los Alabarderos y de los Guardias de Corps que habían llegado a Cádiz desde Madrid protegiendo a los hijos del Infante Luis Antonio hermano de Carlos III, el Cardenal Arzobispo de Toledo y Regente del Reino Luis de Borbón y Villabriga y sus hermanas María Teresa, Condesa de Chinchón y esposa del Príncipe de la Paz Manuel Godoy y María Luisa Duquesa de San Fernando. Con ellos vivía una reducida Corte compuesta por cuatro sacerdotes y 18 ayudantes y personas del servicio.

Todas las mañanas se formaría la comitiva que escoltaba la carroza de la máxima representación del Reino desde la calle del Tinte, por la plaza de San Francisco y calle del Baluarte hasta la Aduana sede de la Regencia. Quizás tras los visillos contemplaría la escena su hermana María Teresa, triste por vivir en una ciudad sitiada y por el desamor de su esposo, pero tan guapa y elegante como la pintara el pincel de Goya.

¡Qué pena de estos hermanos! Los únicos Borbones que se unieron a la causa liberal hasta el punto de morir desterrados lejos de España y qué poco se les ha recordado en estos días de euforia doceañista.

Pero el drama que vivía la ciudad tenía otra cara en la casa vecina, en el número 190, hoy el 5 de la plaza de Mina, vivía la familia de Román La Rue, su madre viuda Joaquina, su esposa Juana Noelí y sus hijas solteras Ana, María Juana y Joaquina.

Eran descendientes de ricos comerciantes franceses del siglo dieciocho. Aunque españoles por haber nacido en Cádiz, mantendrían en su mente las escenas de dolor de sus parientes y amigos franceses que, a pesar de llevar toda su vida en la ciudad, habían sido detenidos, despojados de sus bienes y encerrados entre los muros del castillo de Santa Catalina o en los insalubres pontones fondeados en la bahía. Este dolor y tristeza por los feligreses desterrados que se trasluce en las anotaciones del redactor del Censo Parroquial de esos años 'piso segundo, viven franceses, están en los pontones'.

Pero dejémonos de historias y volvamos al siglo XXI. La reconocida cultura gaditana no podía permitir que estos lugares no dijeran nada al visitante que en nuestros días pasa por esas concurridas calles. Para desmentir el exagerado título de este artículo, en un lateral de la que fuera Embajada Británica figura una inscripción que refleja fielmente el escrupuloso respeto que se tiene en nuestra ciudad por su patrimonio histórico: ¡PERSÍGUEME!.