Sociedad

Trece enterradores españoles desvelan en un libro los secretos de su profesión y cómo transcurre su día a día con los difuntos

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Es un mito eso de que nos han de comer los gusanos. Pero dan tan bien en el cine de zombies, agitándose como un solo ente en alguna cavidad corporal... En realidad, «son coleópteros que pululan a su antojo en el oscuro y silencioso habitáculo» los que dejarán nuestros huesos limpios de carne. Aunque si nos sepultan en un ataúd de cinc, utilizado «en casos de muertes traumáticas o infecto-contagiosas», el proceso tarda. «Con 20 o 25 años que llevan enterrados y están que les falta hablar». Cosas que tiene la profesión de enterrador y que pueden leerse en 'De cuerpo presente. Vida, anécdotas y curiosidades de 13 sepultureros', de Jesús Pozo (Almería, 1961).

Paradójicamente, todos prefieren ser incinerados. Lo explica Mariano Benito. Tras unos meses en el paro, pasó de fabricar cosméticos para Avón a enterrar muertos en Alcalá de Henares: «No queremos que nos pase lo que yo veo cuando hago exhumaciones. Que cuando han transcurrido unos años y sacamos a alguno, aquello está en pleno apogeo; no me quiero ver así». Es más, Serafín Saavedra, del cementerio San Froilán de Lugo, asegura que, si todo el mundo viera lo que ellos ven, la inmensa mayoría optaría por la cremación.

No se asuste el lector poco amigo de escatologías. Es esta la visión más macabra, inicio fácil para un reportaje del día de Todos los Santos, justo mañana. O de Halloween, tradición que no proviene, como se cree, de EE UU, sino de la Europa celta. Según el autor, fueron los irlandeses los que llevaron al Nuevo Mundo esta celebración, que después ha regresado como un 'boomerang'. Pero el libro no se queda en la superficialidad; aporta referencias históricas y reflexiones íntimas relatadas con sensibilidad.

Como Marisa González Polo, la única mujer del libro -en España hay una docena- que se gana el pan enterrando cuerpos. En el cementerio municipal de Cáceres, desde hace siete años: «Con los niños lo llevo muy mal, sobre todo con los neonatos» -los sepulta en una fosa común-. «Digo yo... cómo puede ser que después de casi nueve meses en la barriga, los fetos que no llegan a término vienen al cementerio solicos, como perrillos. Es una lástima. No viene ni siquiera un cura a darle un puñetero sermón».

El de los niños es un tema recurrente cuando se les pregunta por los momentos más duros. Manuel Aguilar Pérez, jefe de sepultureros de Elche, recuerda un caso vivido por él hace años: «Tuvimos a un padre que había matado a martillazos a los dos hijos y a la mujer. Imagine la situación también para nosotros. La madre y los dos nenes en el mismo nicho, con las dos familias presentes. Los padres del asesino eran también los abuelos de los nenes. Una caja, otra caja, otra caja, los familiares... los amigos... y tú ahí en medio, mirándote todo el mundo. Acabamos el trabajo con un grado de tensión y de angustia tremendo». Este hombretón de barba que antes se dedicó a la hostelería y que logró este puesto por oposición trabaja psicológicamente su interior para superar momentos así. Como describe el autor, ellos absorben parte del dolor. Todos han derramado lágrimas alguna vez, sobre todo al echar tierra en el ataúd, momento en que los familiares se dan cuenta de que es verdad, de que ya no está y se ha ido para siempre.

Jesús Pozo es el director de la única revista española que trata la muerte en todas sus facetas, 'Adiós', publicada desde 1996, lo que ha facilitado el contacto con los enterradores, escarmentados por el tratamiento que les dan los medios de comunicación. «Se trata el tema de forma lejana, como si te fueran a contagiar algo. ¿Quién le quiere dar la mano al enterrador? Pregunta en los pueblos pequeños». Pozo se confiesa ateo, aunque reconoce haber tenido experiencias extrañas, «más bien coincidencias», que relatará en un próximo libro. «Pero no me interesan los fantasmas, el misterio o la fiesta de Halloween».

Las dudas existenciales que en ocasiones puntuales aparecen en cualquier ser humano, hacen mella en ellos un día sí y otro también. Como cuando a Mariano Benito, jefe de enterradores del Cementerio Jardín de Alcalá de Henares, le llegó una niña de 7 años muerta el día de su Primera Comunión: «Hubo que incinerarla y la vistieron en el féretro con el traje blanco. Se me cayó el alma a los pies cuando la vi. (...) Todos los días tengo mis rezos, creo en algo, pero te haces preguntas. Antes de trabajar aquí pensaba en ahorrar, pero ahora no. Procuro disfrutar de todo lo que puedo». Y remata con esa frase de la que todos echamos mano alguna vez: «Porque es que te das cuenta de que, de verdad, no somos nadie».

Dentaduras y barajas

Muchos se criaron corriendo entre las tumbas. Coinciden en que a los niños no hay que apartarlos de la muerte, sino enseñarles a vivir con ella. La sepulturera Marisa González llevaba a sus hijos a pasear por el cementerio cuando salían de la guardería. Y al gallego Casimiro Rodríguez y su hermano, los llevó su padre a recoger cenizas con 12 años: «A partir de entonces fue la cosa más normal del mundo. Cuando volví al colegio era el más machote».

Desvelan que poco se llora ya en los entierros, cada vez menos, y muchos han sido testigos de disputas familiares por «la casa y las tierras del pueblo» en el mismo momento de la sepultura. Otros hasta se lían a tiros en pleno camposanto. Pero también los hay que buscan la paz del cementerio para hacer botellón, practicar sexo o... enamorarse. Más de un viudo y viuda ha formado nueva pareja al coincidir cuando iban a visitar a sus amados.

Casimiro Rodríguez no tiene cementerio fijo. En esto también hay autónomos, y él se ocupa de atender los enterramientos de Doniños, una de la parroquias de Ferrol (La Coruña). Total: ocho camposantos, veinte entierros al mes, a veces más de uno en la misma tarde. Y le pagan las familias: «Las distancias entre cementerios no es que sean muy grandes, pero correr tenemos que correr». ¿Ha visto alguna vez Casimiro a la Santa Compaña? «Es que antes se pasaba mucha hambre y había mucho miedo a todo. Y se lo creían. Y los montes están llenos de Santa Compaña porque toda esa leyenda da de comer».

No hay experiencias sobrenaturales en el libro, pero sí lo que puede encontrarse en los féretros cuando se procede a una exhumación. Paquetes de tabaco, boinas, barajas de cartas, dentaduras postizas, fotos de los nietos... Emilio Moreno, del cementerio de Albacete, se acuerda de cuando tuvieron que «abrir un nicho para meter dos botellas de vino por empeño de la mujer y la hija, quien dejó dicho que a ella la enterraran con una caja de cerveza». O aquel otro que «se cortó un tercio de un dedo y lo echó dentro del ataúd» del padre gitano.

Hay muchas historias en este libro, como la de Paco Belmonte, del cementerio San Justo de Madrid, nieto de una estirpe de sepultureros. Él mismo enterró a su «compañero-abuelo» en lo que ellos llaman una «tumba de himen reconstruido, sepulturas que pareciendo vírgenes y vendidas como tales, no lo son, pues tienen un muerto dentro». Meses antes del fallecimiento de su abuelo, le acompañó a prepararla para él: «Sacamos los restos y los trasladamos respetuosamente a una cajita cáscara de nuez». Cuando vieron que había sitio suficiente, volvieron a meter la cajita y la cubrieron. «Mi abuelo dijo entonces: 'Juan Antonio, descansa en paz y espérame muchos años', pero no tardó. Lo llevé sobre mis hombros, lo cubrí de tierra y puse la losa encima. Y allí se quedó un trocito de mi alma».