Unos estudiantes australianos gastaron la mejor broma de la historia olímpica.
UNA LUPA SOBRE LA HISTORIA

Una broma olímpica

En 1956, un joven estudiante australiano se hizo pasar por uno de los porteadores de la antorcha en protesta por el sistema utilizado para exhibir el estandarte

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Los que vienen siguiendo mis artículos saben que mis temas preferidos son sobradamente serios, aunque en alguna ocasión revestidos de ironía. No es el caso del presente texto, en el que todo es ironía, supuestamente revestida de algo de seriedad.

La llama olímpica, esa que cada cuatro años levanta tormentosas polémicas cuando se desplaza por los distintos continentes, países y ciudades, hasta llegar a su destino, es un símbolo universal que rememora aquel latrocinio mitológico en el que Prometeo arrebata el fuego a Zeus para entregárselo a los humanos.

Bajo ese símbolo, hace un montón de siglos, empezaron a disputarse en Olimpia los juegos deportivos más famosos de toda la Historia.

Con la caída de las civilizaciones clásicas, aquellos juegos desaparecieron hasta que Pierre Frèdy, barón de Coubertin, los volvió a instaurar en el año 1896.

Desde entonces, y cada cuatro años, salvo en 1916, 1940 y 1944, se han celebrado las Olimpiadas con mayor o menor pompa y con mejor o peor recuerdo, como los de Alemania de 1972, acabados en tragedia.

Pero cuando la llama olímpica se enciende y comienzan los juegos verdaderamente todo parece olvidarse, es en el transcurso del recorrido de la antorcha cuando se producen manifestaciones, a favor y en contra, de este evento.

En nuestra memoria está el boicot a los juegos de Moscú de 1980, protagonizado por Estados Unidos en protesta por la intervención rusa en Afganistán, que consiguió que 65 países se retiraran de los juegos, lo que marcó la cita como el año con menor presencia de atletas de la historia moderna.

El año pasado, la carrera de la llama hacia Pekín estuvo salteada de obstáculos por parte de muchas personas, instituciones, y asociaciones que se oponían radicalmente a que se celebraran los juegos de la democracia, como alguien los había calificado, en un país que no tiene ningún respeto por los derechos humanos de sus ciudadanos.

Pero protestar contra todo es algo casi inherente al ser humano y en cuanto tenemos una oportunidad nos lanzamos a la queja desaforada, desgañitada, inútil y vacía que casi nunca consigue nada, ni siquiera que se hable de ella después de haberse exteriorizado.

El hombre, con su capacidad para crear algo tan sublime como los Juegos Olímpicos, es merecedor de mejores logros, de genialidades que vayan más allá de colocarse una camiseta con eslógan, gritar, romper, encadenarse y, en fin toda la variedad de actuaciones a las que nos tienen acostumbrados las jornadas de protesta. Afortunadamente no siempre es así y de vez en cuando, surge alguien que con finura, con elegancia, con gracia, incluso, logra su propósito más allá de los cinco minutos de la dudosa gloria que supone aparecer en un noticiario.

Y una cosa así ocurrió, hace ya unos años, en los prolegómenos de los Juegos de Melbourne de 1956. Este espisodio fue protagonizado por un estudiante australiano de veterinaria, llamado Barry Larkin -no hay que confundir con el famoso jugador de béisbol-, que estudiaba en la Universidad de Saint John, de Sidney.

Barry, junto con otros siete estudiantes, se rebelaron en contra de que la marcha de la antorcha se realizase por el sistema de relevos entre diversos atletas. Entre sus argumentos, alegaban que aquel sistema no era originario de los juegos modernos, sino que había sido implantado en el año 1936 por los nazis que gobernaban Alemania, en cuya capital, Berlín, se celebraron aquel año los juegos.

Habían pasado veinte años, y desde esntonces se habían celebrado dos juegos, en Londres y Helsinki, que se suspendieron por la II Guerra Mundial y en los que la llama olímpica corrió en manos de los atletas nacionales, pero aquellos estudiantes australianos consideraban que en la moderna y democrática Australia no se debía seguir el modelo iniciado en la Alemania de Hitler.

Así que se pusieron manos a la obra e idearon una broma que, aunque no alcanzó en su momento demasiada popularidad, pues fue evidentemente silenciada, en el recuerdo de algunos permanece.

La llama olímpica desembarcó en el puerto de Cairns, al norte de Australia, y debía recorrer el camino hasta Melbourne, y por el camino, llegaría a la ciudad de Sydney, la más grande e importante del país.

Para la ciudad era todo un acontecimiento y más de treinta mil personas se echaron a las calles para ver llegar al atleta portador de la antorcha, el cual debería entregársela al alcalde de la ciudad.

Todo estaba organizado para que el deportista, un célebre esquiador australiano llamado Harry Dillon, entregase la antorcha a Patrick Hill, alcalde de la ciudad. Este pronunciaría unas breves palabras y pasaría el símbolo olímpico a otro famoso atleta australiano, Button Bert, quien continuaría el recorrido. Centenares de reporteros, fotógrafos y corresponsales periodísticos, testimoniaban con su presencia y sus crónicas el emotivo momento.

Y ese preciso instante fue el elegido por Barry y sus amigos para gastar la mejor broma de la historia olímpica.

Antes de que Dillon, el esquiador, llegase a la ciudad, dos estudiantes, con calzón corto y camiseta blanca, echaron a correr tras un motorista vestido de uniforme de la aviación que pretendía ser un policía que abría camino.

Uno de los corredores llevaba en su mano un remedo de antorcha fabricada con la pata de una silla pintada de purpurina de color plateado, en cuyo extremo se había clavado una lata de compota de ciruela, dentro portaba unos calzoncillos usados, impregnados en gasolina, que ardían como si de la verdadera antorcha se tratara.

Los estudiantes pensaron que la broma no podría durar mucho tiempo y empezaron a tomárselo a chanza, incluso en los movimientos de la carrera, los calzoncillos ardiendo cayeron al suelo. Pero conforme se iban distanciando del punto del que salir, donde los que les vieron comprendieron que aquello era una broma intrascendente, el resto del público, dispuesto en las aceras a lo largo del recorrido, empezaron a pensar que era real. Tanto es así que el propio Larkin decidió continuar con la broma y él mismo, vestido de calle, tomó el último relevo.

El público aplaudía al paso de los falsos atletas y el cordón policial tuvo que actuar para que no se echasen encima del último de los relevos, quien corría ya escoltado por la verdadera policía hasta el ayuntamiento de la ciudad. Entonces subió las escaleras de la entrada, con pantalón largo y corbata, y entregó la falsa antorcha al alcalde Patrick Hill, quien la aceptó congratulado y se dispuso a leer su discurso.

Mientras el alcalde hablaba, uno de sus consejeros le deslizó al oído que aquella no era la antorcha olímpica. Entonces el señor Hills miró el objeto que portaba tan orgullosamente y vio que era la pata de una mesa y una lata con unos calzoncillos ya completamente calcinados. Sorprendido buscó a su alrededor a la persona que se la había entregado, pero ya el estudiante Larkin se había diluido entre la multitud de fotógrafos y público.

Después de unos momentos de tremenda confusión, alguien agarró la pata de la silla y la ocultó de las cámaras, ante la risa de algunos y el estupor de muchos.

¿Cómo podía haber ocurrido aquello?

Todavía se lo estarán preguntando, pero en aquel momento hizo su aparición el verdadero atleta con la antorcha y el suceso se quiso disolver en el verdadero acto.

Al día siguiente, Larkin fue ovacionado en la Universidad, pero su verdadera identidad permaneció en el anonimato casi dos años. Es lógico pensar que después de aquella monumental broma, los estudiantes temieran represalias, por lo que se ocultaron y hasta que las cosas no se olvidaron, no salieron de su osera. Fue entonces cuando Larkin confesó que él había sido el primer sorprendido de que la broma llegara a su fin y que tras entregar la pata de la silla al alcalde se dio la vuelta y cogió el primer tranvía para alejarse de aquel lugar.

En el año 2000, fue Sydney la sede de los Juegos, pero desde el alcalde de la ciudad hasta el último de los policías y colaboradores, pusieron todo su empeño en que una broma como aquella no volviera a repetirse.