Tribuna

¿A qué llamamos libertad?

PROFESOR DE FILOSOFÍA DE LA UCA Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

En el 15M hablamos de libertad y alguno de nuestros críticos, como Jiménez Losantos, nos llama liberticidas. Conceptos de libertad los hay para muchos gustos y lo que para unos es autonomía para otros es servidumbre disfrazada.

Para mucha gente, la libertad es hacer lo que le venga en gana sin molestar a otros. ¿Qué libertad es esa? Aquella que el filósofo Isaiah Berlin llamó libertad negativa. Soy libre en la medida en que nadie interfiera en mis decisiones ni me obligue a perseguir determinados bienes. Cualquier acción del Estado tiene sentido en la medida en que me permita mantener mi libertad para circular como quiera asumiendo riesgos, decir lo que me venga en gana o fundar y crear las agrupaciones que me parezca, aunque en ellas solo esté acompañado de mis tres compadres o comadres. La libertad es una vida sin interferencia. Lo que yo haga con esa vida es asunto mío.

Berlin comparaba esa libertad con la libertad positiva. Ésta consiste en tener poder para llevar a cabo ciertas opciones. Por ejemplo, si queremos alargar la vida en el planeta debemos reducir el consumo de combustibles, si queremos pensar con razón debemos conocer lo que sobre un tema se ha pensado o, en fin, como ningún individuo solo no puede más que deleitarse con su imagen en el espejo, los marcos comunes permiten una capacidad de acción que nos falta en nuestra soledad. Berlin consideraba que, si asumíamos la libertad positiva, corríamos el riesgo de sucumbir a la tiranía de ciertos iluminados que, por seguir con nuestros ejemplos, hablaban como si supiesen cuáles van a ser los procesos ecológicos futuros, qué pareceres están fundados en la ciencia incuestionable o creyesen que al abandonar algunos de mis deseos por el grupo estaría mejorándome cuando, a lo peor, estoy cercenando lo más creativo de mí mismo. Para Berlin, la libertad positiva conduce a las dictaduras fascistas o comunistas.

Berlin lleva mucha razón en una idea. No puedo ser libre si alguien me impone arbitrariamente una opinión o un modo de vida. Pero no lleva razón en otras implicaciones de su idea de libertad. Pondré un ejemplo. Un joven profesor debía hablar en una conmemoración sobre su maestro. Ambos tienen, desde hace años, una relación muy estrecha. Quien ha asistido a homenajes conoce cómo abundan los discursos de cartón piedra. Se trata de quedar bien, todo el mundo suelta ditirambos y nadie, en serio, osa preguntar si la gente cree lo que ha dicho. Pues en el mentado acto el discípulo se descolgó con una argumentada crítica a su maestro. El maestro no le dijo nada pero andaba algo mohíno y el discípulo le interpeló: «¿Qué le ha parecido?» Contento no estaba pero tampoco iracundo y, nos cuenta que, finalmente se mostró afectuoso. ¿Apreciaba el discípulo a su maestro? No se puede más. Gracias a maestros como ése, escribió, soy mejor profesor que padre, porque mi padre no fue tan bueno. Haber estado cerca de un hombre así me ha enseñado lo que es un intelectual y ya no hay impostor que me engañe.

Veamos qué falla en la concepción de Berlin. Ese maestro interfería mucho, cada día, en la vida de su discípulo. Esa interferencia no lo convirtió en un siervo sumiso a su mentor, simple extensión de los deseos de su maestro. Porque no todas las interferencias son iguales: el Estado puede intervenir en mi vida para recordarme que tengo derechos laborales o que no tengo porque asumir que mi marido tiene la mano larga o que si todos circulan tanto como yo no hay recursos energéticos para todos en pie de igualdad.

En el caso referido, el maestro enseñaba a su discípulo cuál era su profesión y con eso le daba criterios para ser mejor en ella, incluso para considerarlo críticamente a él. La interferencia, cuando no es arbitraria, produce libertad porque aumenta el poder de los sujetos para negociar sin miedo al otro: el derecho del trabajo permite imponer normas a quienes carecen de fuerza, las políticas de discriminación positiva ayudan a que no se confunda el amor con el miedo a la libertad y las políticas ecológicas, a que se corrija un modo de consumo que sólo puede continuar sometiendo al resto del planeta. Si nadie interviniese, los trabajadores serían siervos igual que muchas esposas y la circulación cómo y cuando se quiera exigiría más violencia y sometimiento a quienes poseen los recursos pero no los disfrutan.

Si nadie interviniese con rigor en la vida de un discípulo podría ser que éste se convirtiera en alguien valioso o, quizá, es lo más seguro, en un ignorante.

Existen no interferencias en la vida que nos condenan a la sumisión y a la ignorancia. Nos lo enseña la concepción republicana de la libertad (Philip Pettit, Republicanismo, Barcelona, Paidós) para la que hay interferencias que me liberan y no interferencias que me condenan a depender de la magnificencia ajena, a anticipar con angustia qué debo hacer para contentar al amo, a tener miedo a decir lo que pienso. Esa libertad permite decir la verdad mirando a la cara, aunque mi maestro sea nada menos que Ortega y Gasset y yo sea José Gaos, quien todo se lo debe.

Porque esa escena de libertad republicana ocurrió en España durante la II República (José Gaos, La filosofía de la filosofía, Barcelona, Crítica). Y todavía hay quien dice que cualquier institución es símbolo de coacción.