Opinion

99 latigazos

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El daguerrotipo muestra, en blanco y negro, a una mujer de belleza pura. Tiene los labios carnosos, el cabello azabache fusionado con un velo cortado en pico, la mirada descuadrada, un ojo ligeramente más alto que el otro. Su nombre es Shakine Mohammadí Ahstiani; su país, Irán. Cualquier hombre podría enamorarse de esa mujer aunque estuviese casada. Ese hombre podría matar al esposo incurriendo en el tipo penal iraní del conyugicidio. De hecho, parece ser que eso es lo que pudo ocurrir: Ahstiani fue condenada a pena de flagelación por mantener una «relación ilícita» con el presunto asesino de su marido. Luego, el tribunal de apelación decidió que había indicios, pese a no existir testigos, de que la relación mantenida se inició en vida del difunto esposo. Delito de Adulterio. La mujer ha sido condenada a muerte por lapidación, basándose el tribunal en una interpretación polémica de la Sharía. Al parecer Shakine confesó su infidelidad -pese a hablar un dialecto turco y no el persa oficial de Irán- mientras era sometida a la pena de noventa y nueve latigazos a que fue condenada por la relación ilícita.

No puedo imaginar la humillación de la bella mujer y la impotencia de Mohammad Mostafaeí, su abogado, ante la gravísima violación de sus derechos humanos. Mejor dicho, sí puedo. El Código Penal de la República Islámica de Irán expresa que Shakine -43 años, dos hijos- debía ser enterrada hasta la línea de sus pechos y golpeada hasta la muerte con piedras que no fueran tan grandes como para matarla de forma inmediata ni tan pequeñas que no le causasen daño. Si la apedreada escapase mientras es sometida a la lapidación, artículo 102, quedaría libre. Pero ello es casi imposible. Al mismo tiempo, letrados iraníes han manifestado que la condena a muerte por lapidación no es legal: la legítima forma de castigo es la horca. Nadie, sin embargo, ha obstado a la obtención de confesión mediante tortura.

Vislumbro el rostro bello de la hermosa Shakine, deformado por las piedras que le lanzan sus vecinos, macilento, encharcado en sangre, su mirada inerte al infinito, desconociendo el capítulo octavo del Evangelio según San Juan, sin la esperanza de que apareciera un Jesús que respondiese a escribas y fariseos y dijera «aquel de vosotros que esté sin pecado, que arroje la primera piedra». Amnistía Internacional conoció del caso a través del blog del abogado de Ahstiani y la presión conjunta con diversos países ha provocado la suspensión de la ejecución de la sentencia que la condenó a muerte. Es, sin embargo, una victoria pírrica. Mañana habrá otra Shakine cuyo abogado callará y no oiremos el restallar de noventa y nueve latigazos astillando tiras de carne de la espalda de la adúltera. Perdón, presunta adúltera.