Los ladrones de tomo y lomo

El operario de limpieza que saqueó la biblioteca José Celestino Mutis de Cádiz y el coleccionista que se lo encargó se enfrentan a dos años de cárcel

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Cierta indulgencia ampara a los ladrones de libros. Deslizar un tomo por el forro de la chaqueta y salir corriendo, despojándolo de un valor monetario que lo envilece, puede desprender cierto aroma de romanticismo. «Robar libros no es robar», dicen que dijo José Martí, aunque nadie ha podido comprobarlo. Salvo si se hace de la forma sistemática y codiciosa en la que fue expoliada la biblioteca José Celestino Mutis de Cádiz.

Más de 220 volúmenes datados entre el siglo XVII y el XX salieron de allí en 2011 de forma irregular. Se los llevaba un trabajador de la limpieza que, según confesó en el juicio que acaba de quedar visto para sentencia, los vendía después en un mercadillo de Puerto Real.

En el botín había rarezas bibliográficas como las llamadas guías Rosetti, de las que no se hicieron reediciones después del siglo XIX, obras editadas durante el periodo de las Cortes de Cádiz en 1812 y otras joyas que habían formado parte de la biblioteca personal del erudito Adolfo de Castro. El infeliz las vendía, según su testimonio, por precios irrisorios, de 3 a 5 euros. Valían en total casi 40.000.

Un avezado bibliófilo de 68 años, residente en el Puerto de Santa María, se topó con semejante ganga y entabló una provechosa relación comercial con el ratero. Al parecer incluso llegaba a pedirle títulos concretos, que el operario se encargaba después de ‘limpiar’. Durante semanas las estanterías de la Celestino Mutis se fueron quedando como un queso de gruyère sin que nadie en la institución se diera cuenta. Fue al hacer inventario cuando la dirección se percató del expolio.

En los meses siguientes, la Policía fue estrechando el cerco sobre quienes habían tenido acceso a los volúmenes, hasta que dio con un gaditano de 37 años, que había empezado a trabajar en la subcontrata de limpieza del centro en los meses previos a la desaparición de los ejemplares. El fiscal pide para él y para el coleccionista a quien surtía por encargo dos años de cárcel por un delito de hurto agravado, al contarse entre el botín algunas obras catalogadas como Bienes de Interés Cultural.

El caso tiene todos los ingredientes que suelen caracterizar a este tipo de robos. Cierta sensación de impunidad en una institución cultural que tiende a confiar en la buena voluntad de sus usuarios, el acervo intelectual –además de económico– del instigador y un cómplice en el interior que facilita el hurto. «El principal problema suele ser que no se detecta hasta tiempo después y, si no es posible determinar cuándo se produjo, se complica mucho la investigación», explica Antonio Tenorio, jefe de la Brigada de Patrimonio Histórico del Cuerpo Nacional de Policía.

A veces ni siquiera las propias instituciones son conscientes de la falta hasta que les es restituida la pieza. Pasó con un cantoral de la catedral de Palencia, que los agentes localizaron en el catálogo de una subasta en Sotheby’s. «Quien lo había depositado allí era un ciudadano de Washington que declaró que había recibido el tomo como parte de la herencia de su padre, un célebre pintor español que, a su vez, lo había comprado en el Rastro de Madrid ¡en 1968!», revela Tenorio. Los clérigos llevaban casi cincuenta años sin saber que lo habían perdido.

«Como robar La Alhambra»

La historia reciente ha dado otros casos sonados. El más famoso es sin duda el del Códice Calixtino, cuyo robo en julio de 2011 alcanzó repercusión internacional. «Es como si desapareciera el Museo del Prado, El Escorial, La Alhambra o la Mezquita de Córdoba», comparaba al conocer la noticia el historiador Fernando García de Cortázar. El electricista del templo, Manuel Fernández Castiñeiras, llevaba treinta años aprovechando la confianza de los clérigos y las nulas medidas de seguridad para robar millones. Hasta que, fruto de la codicia o del deseo de venganza contra el entonces deán de la catedral, abrió la caja fuerte, de cuya cerradura colgaba la llave, y se llevó la joya manuscrita del siglo XII. Apareció un año después metida en una bolsa de plástico en el garaje del electricista, para vergüenza de los responsables de su conservación. El ladrón ingresó en prisión el pasado mes de diciembre para cumplir una condena de nueve años.

El autor de otro célebre robo bibliófilo ha quedado, sin embargo, prácticamente impune. En mayo de 2015, las autoridades argentinas rechazaron la extradición a España de César Ovidio Gómez, el autor confeso del mayor robo sufrido por la Biblioteca Nacional. Haciéndose pasar por investigador, consiguió mutilar diez libros y llevarse doce páginas con 19 grabados de Claudio Ptolomeo, Bartolomé García de Nodal o Pomponio Mela que se guardaban en la sala Cervantes.

En la Biblioteca Británica se destapó, un año después del caso de los mapas de Ptolomeo, el de un académico iraní que llevaba siete años mutilando libros de viaje antiguos para alimentar su colección de mapas. Se trataba de Farhad Hakimzadeh, un respetado intelectual educado en Harvard, que también se atrevió a meter mano en los archivos de Oxford y Cambridge. Tampoco la Biblioteca Nacional francesa se ha salvado del expolio, en este caso a manos de uno de los bibliotecarios.

Estos casos tienen poco de curiosidad intelectual y sí mucho de una avaricia nada romántica. Para los ladrones del patrimonio intelectual tenía en otro tiempo el Cielo un duro castigo. En la Universidad de Salamanca todavía hay cédulas de excomunión para los rateros de biblioteca y en muchos archivos medievales se podía leer la siguiente inscripción: «Que el libro robado se transforme en un serpiente y te devore».

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