LA ESPERANZA COLECTIVA 20 2

Francisco de Miranda y las Cortes de Cádiz

DIRECTOR ACADÉMICO DE RANGEL (REDES PARA LA ACCIÓN DE NUEVOS GRUPOS DE ESTUDIOS LATINOAMERICANOS) Actualizado: Guardar
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Ironía de la historia es que Cádiz haya representado a la vez el nacimiento del constitucionalismo liberal español y el fin de Francisco de Miranda, el precursor de lo mismo en Hispanoamérica. Su suelo había sido el primero de Europa que pisó el caraqueño tras salir muy joven de su tierra para hacer carrera militar en la Madre patria: un destino que cambiaría decisivamente en 1783, cuando la ayuda española a la independencia de Estados Unidos lo puso en contacto con aquella novísima experiencia de la libertad política y social. Entonces, con la idea de intentar algo semejante en la América hispana, desertó del ejército de Carlos III y empeñó toda su vida aventurera en el propósito infatigable de dar vida a Colombia, el nombre que acuñó como homenaje al descubridor, y que debía englobar un próspero Estado extendido desde el Río Grande hasta la Tierra del Fuego.

El venezolano diseñó para su proyecto dos modelos constitucionales: uno que organizaba una monarquía parlamentaria, al modo inglés; y otro republicano, con instituciones que combinaban el sistema de Estados Unidos con el de la antigua república romana. En 1797, además, Miranda y otros ilustrados (como Pablo de Olavide) se habían reunido secretamente en Madrid y en París a título de 'diputados' americanos. No extraña entonces que Miranda tuviera palabras elogiosas para las Cortes de Cádiz cuando se enteró de su convocatoria: «Hemos oído hablar de las Cortes nacionales y del establecimiento de un gobierno representativo en el que las colonias americanas van a ser invitadas a participar. Trátase de un propósito liberal y benéfico por el cual deben hacer votos todas las personas razonables».

Pero los problemas que previó en el asunto de la representación de América - falta de proporción con el número de sus habitantes, desconocimiento de los asuntos de aquel lado del océano- acabaron por imponerse: fueron precisamente las gentes de Caracas las primeras en desconocer a las autoridades españolas y conformar una junta de gobierno, remedando en principio a las que habían surgido en la Península. Así las cosas, en aquel 1810 pudo Miranda volver a Venezuela y participar del proceso que fue avanzando hacia lo predecible: la reunión de un Congreso constituyente que proclamó la independencia y que hacia finales de 1811 sancionó la Constitución de una república federal.

Aquella deriva no alteró al principio la paz de que había gozado, durante tres siglos, la primera tierra firme avistada por Colón. Pero un espantoso terremoto destruyó Caracas pocos días después de que en Cádiz se hubiera proclamado la Pepa, cuyo texto reconocía la igualdad de los americanos. Luego, la reacción de la metrópoli, a cargo del capitán Domingo de Monteverde, se lanzó a reconquistar lo perdido. Entonces el naciente gobierno caraqueño confió todo a la experiencia de Miranda y encomendó a aquel famoso compatriota, ya sexagenario, ponerse al frente de un ejército improvisado a duras penas.

Muy controversial ha sido la capitulación que Miranda acabó firmando en julio de 1812 ante Monteverde, cuyas fuerzas, formadas sobre todo por montoneras de indios y de negros que adversaban aquella aristocrática república de criollos, no parecían imbatibles. Acusándolo de traición, varios subalternos de Miranda, entre ellos el joven coronel Simón Bolívar, lo arrestaron y lo entregaron a Monteverde, que al fin lo envió preso a Cádiz, donde murió en 1816. Pero un examen a los males que se habían abatido sobre Venezuela puede hacernos comprender la decisión del viejo prócer, temeroso de ver naufragar sus ideales de civilidad entre el caos que tanto había aprendido a temer en la Revolución francesa. En los términos de la capitulación, por lo demás, Monteverde se había obligado a no perseguir a quienes habían apoyado a la república.

Sin duda, Miranda vio en la reciente Constitución española una vía abierta al progreso de los pueblos hispánicos y una alternativa a la devastación de la guerra. También José María Blanco White clamó contra la acción armada autorizada por la Regencia: «Si quieren evitar de buena fe que tarde o temprano sigan todos sus pueblos, incluso México, a Caracas, es absolutamente indispensable que les hagan justicia no a discreción y mandando, sino de conformidad y contratando», advirtió. Pero lo cierto es que, con aquella respuesta a golpes de sable, las autoridades peninsulares habían entregado el territorio venezolano a un caudillo. Monteverde se erigió en jefe supremo del país y no prestó oídos a la orden recibida, tras derribar la república criolla, de proclamar la Carta gaditana. En una comunicación a las autoridades de España aseguró que «la indulgencia era un delito», y olvidando sus promesas prescribía que las provincias rebeldes «deben ser tratadas por la ley de la conquista; es decir, por la dureza y obrar según las circunstancias, pues de otro modo, todo lo adquirido se perderá».

Desde su mazmorra, Miranda resentía aquella situación y veía naufragar el imperio de la ley ante la voluntad caudillista: «Los que hoy sirven la causa de la libertad española en Venezuela no son ciertamente hombres ilustrados en estos principios liberales», alertaba; y juzgaba que «si se nombrasen otros de distinta índole, la serenidad podría restablecerse y la paz entablarse en beneficio de la naciente libertad hispánica, conteniendo al mismo tiempo un derramamiento superfluo de sangre humana que no tiende en el día sino a destruirla». Y concluía: «Hoy queremos todos, europeos y americanos, ser libres e iguales en derechos: pues ¿por qué no nos reunimos y reconciliamos prontamente».

En enero de 1814 Miranda quedaría encerrado en la prisión de La Carraca. En mayo volvía, con Fernando VII, la restauración del absolutismo. En Venezuela, por su parte, Simón Bolívar, que había logrado escapar tras la entrega de la república, se rehacía para caer sobre Monteverde, proclamando la Guerra a muerte: «Nosotros somos enviados a destruir a los españoles, a proteger a los americanos, y a restablecer los gobiernos republicanos que formaban la Confederación de Venezuela». El sueño liberal panhispánico se había roto definitivamente, y, parafraseando -¡con las tristes connotaciones del caso!- a José María Gil Robles, no fue posible la paz.