Artículos

El misterioso caso del ladrón de placas

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Cádiz ya no es lo que era. El cazón está en peligro de extinción y dicen los científicos que casi todo parecido con el preciado escualo viene a ser pura coincidencia en nuestras despensas. Tampoco la Conquista de Túnez, esto es las almadrabas de Barbate a punto de una huelga, parece que vaya a dar para mucho ante el holocausto del atún rojo que denuncia Europa y tanto aprecia Japón.

Pero que en la Tacita de Placas aparezca un ladrón de lo mismo daría para mucho que hablar a Pericón, al Cojo Peroche y al Beni de Cádiz. Sucedió esta semana cuando, a la hora sagrada del almuerzo o la tapita, los vecinos de Veedor, en la capital gaditana, sorprendieron a un tipo de eso que llaman mediana edad -serán cincuenta años, es un suponer, cabello canoso y apariencia de gentilhombre- subido a una escalera de mano mientras sustraía las placas de varias fachadas de dicha calle con la alegre pasión de quien recolecta espárragos y tagarninas en los vericuetos campestres.

Algunos de los vecinos le reprendieron, probablemente a sabiendas de que no se trataba de un gaditano: ninguno de los nuestros, ya sea de la capital o de la provincia a excepción quizá de las míticas cuadrillas de albañiles de Medina Sidonia, se atreverían con semejante tajo. Mangar todas las placas de la Trimilenaria sería un chapuz propio, cuanto menos, de Ali Babá y sus cuarenta ladrones. Y eso teniendo en cuenta que las del Oratorio de San Felipe están medio tapadas o protegidas con lo de las obras de restauración de la fachada.

El tipo era de Estados Unidos, al parecer un coleccionista que había encontrado un yacimiento de placas contra incendios, similar al botín de ánforas que el legendario submarinista El Fofi localizó en nuestras costas. Lo raro es que siendo yanqui no se fijara mejor en las que ha ido colocando el Ateneo en los últimos años, enriqueciendo notablemente nuestro parque de placas per cápita, bastante más lustrosas y con un carbono 14 de tres años por lo menos, una fecha que algunos de sus compatriotas considerarían sin duda prehistórica.

Seguro que este peculiar cazatesoros tendría pedigrí europeo. Porque le pillaron trincando una pieza de 1782, un año antes de que el Imperio Británico reconociera la independencia de Estados Unidos. Seguro que se sentía como Schulten ante las ruinas de Troya. Como el abate Breuil ante un abrigo rupestre.

Lo curioso del caso es que cuando la Policía Local se personó en el lugar de autos, el desvalijador de placas alegó que se trataba de consumo propio y no de tráfico de las mismas. Incluso enseñó una fotografía de su vivienda en la que podía verse que se dedicaba a juntar este tipo de trofeos, en vez de muñequitas de Marín, cerámicas de Lladró o trabajos manuales de palillos o caracolas. Su señora esposa le aguardaba en San Antonio con otras tres más: «Es que eran compañías inglesas y la mayoría han desaparecido», se explicó en guachisnais con un espíritu más propio de Gibraltar que de Kentucky. Devolvió sus capturas y se fue por donde vino. No pasó nada. Como tampoco pasa nada cuando las lanchas de la Guardia Civil y de la policía del Peñón se dedican a jugar entre sí a policías y ladrones, en vez de perseguir juntas a los narcotraficantes, enseñando sus placas con todas las de la ley.