TRES MIL AÑOS Y UN DÍA

LOS FRÁGILES HILOS DE LA MEMORIA HISTÓRICA

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Ala provincia de Cádiz le concierne la Ley de la Memoria Histórica probablemente mucho más que a cualquier otro territorio de la Península Ibérica, aquel país cainita en donde los sublevados en 1936 ensayaron un ejercicio contumaz de represión que se prolongó durante décadas. Aquí, salvo en algunas poblaciones de la Sierra, la sublevación contra el Gobierno de la Segunda República fue un paseo militar que, en pocos días, controló la mayor parte de esta demarcación. Al margen de presidio, tortura, violaciones y humillaciones sin cuento, estamos hablando de miles de asesinatos, frente a las tapias de los cementerios y las cunetas de los caminos y carreteras. Ya no se trata de hacer justicia poética, como la que ensayó poco antes de morir José Casado en su libro 'Trigo Tronzado. Crónicas Silenciadas', en donde da cuenta de los nombres de algunos isleños a quienes la voz popular imputaba más de doscientas muertes. O la de poner en su justo lugar, esto es, en el de la infamia, la peripecia de pistoleros como los hermanos Domingo y Fernando Zamacola, quien tituló paradójicamente el principal hospital gaditano durante varias décadas, a pesar de que su historial estaba trufado de crímenes de guerra, homicidios, violaciones y chantajes. Se trata, a veces, de algo tan simple como localizar los restos de los cadáveres dispersos en fosas comunes a veces sin localización precisa, aunque algunas hayan ido descubriéndose como la de la curva de las mujeres en Grazalema, donde enterraron 17 cuerpos, o la de El Bosque, que pudo excavarse en su día con la colaboración de los arqueólogos de la delegación provincial de Cultura, cuando su titular era Bibiana Aido. Como denuncia la Asociación de la Memoria Histórica de Andalucía, los familiares y correligionarios de las víctimas han tenido que hacer frente a dificultades de toda suerte para intentar sacar del limbo jurídico en el que están sus deudos asesinados por los golpistas de 1936 y que continúan doblemente desaparecidos: «física y jurídicamente». «Todavía hoy, tras más de treinta años de régimen democrático, un libro no bastaría para recoger las peripecias de todo tipo vividas», afirman activistas como Cecilio Gordillo o investigadores como José Luis Gutiérrez Molina. En efecto, alguna vez habrá que contar cómo más de setenta años después del inicio de aquella matanza todavía el miedo cerraba bocas, o los frágiles hilos de la memoria colectiva se entrecruzaban con los del alzheimer personal. Habrá que explicar cómo determinadas pesquisas que tomaron como base los documentos oficiales fueron erróneas: sin ir más lejos, se han publicado trabajos en los que se daban por muertos a algunos miembros de la guerrilla antifranquista que seguían vivos en tierras gaditanas pero que habían fingido su muerte para vivir como topos hasta el final de la dictadura de Franco. Por no hablar de archivos desaparecidos y extrañamente encontrados como el que concierne a los documentos que, durante el pasado verano, debían obrar en el Archivo Provincial y que acabaron en manos de un grupo memorialista. Quizá sea peor que desaparezca un legajo a que sigan sin aparecer y a veces sin localizar tantos restos queridos. En la mayor parte de quienes los buscan no alientan deseos de venganza y ni siquiera de percibir una indemnización del Estado, décadas más tarde, como la que la Junta habrá de destinar ahora a las mujeres que fueron rapadas y humilladas, obligadas a hacer en público sus necesidades mediante la ingestión de un menjunje basado en el aceite de ricino. En la mayor parte de los casos, lo único que se pretende es abrir una tumba para cerrar una herida. Tal vez el mayor símbolo de las desapariciones gaditanas, que fueron muchas, sea el de María Silva, 'La Libertaria', sacada de su casa de Paterna y presumiblemente ejecutada junto a la laguna de Medina en aquel terrible río de sangre. Daniel Pérez ha dado cuenta, en este mismo periódico, de la peripecia seguida por su hijo, el bisnieto del Seisdedos de Casas Viejas, para la simple inscripción de su fallecimiento en el Registro Civil. Para completar el trámite, ha hecho falta la publicación en prensa, tanto a escala estatal como provincial, de diversos avisos, tal como recoge la ley que regula este procedimiento para la inscripción en el Registro Civil de personas «desaparecidas». Para ello, sus familiares y allegados han tenido que abonar alrededor de dos mil euros, que pretenden ser recuperados a través de aportaciones personales de diez, a través de una cuenta de Cajasol, cifrada con el número 2071 0970 69 0132263037, consignada a nombre de la Red de la Memoria Histórica y especificando en cada donativo el epígrafe «Maria Silva. Libertaria. Registro Civil». En esta ocasión, no se trata de una estricta cuestión económica sino de las búsqueda de guiños cómplices en el compromiso de la sociedad civil. Vale que, como demuestra el encausamiento actual del juez Baltasar Garzón, no se pueda juzgar al franquismo por todos aquellos delitos de sangre y deslealtad. Y que para invalidar condenas, como la que ha pesado sobre el padre de la patria andaluza Blas Infante, haya que plantear demandas individuales. Quizá cupiera la posibilidad de reformar parcialmente la Ley de Memoria Histórica de 2007, como vienen exigiendo las asociaciones de la memoria, a fin de que se imparta en este caso justicia gratuita y se resuelvan estos trámites sin esquilmar los bolsillos de los damnificados, en la mayor parte de los casos, absolutamente modestos. A dos velas. Como la sensación que albergan después de tanto tiempo de olvido.